25 julio 2023

Un extracto de Carpentier *

 * Tomado del Capítulo XXV de El siglo de las luces, del escritor cubano Alejo Carpentier (reeditado).

 

«…El sobrecargo de L’Ami du Peuple, que había ido a reconocer la nave entregada, llegó en esto con la noticia de que a bordo quedaban mujeres, muchas mujeres, ocultas en los sollados, temblorosas de miseria y de miedo, sin saber lo que en tierra ocurría. Barthélemy, prudente, dio la orden de que no las hicieran desembarcar. Una chalupa les llevó carne, galletas, bananos, y algún vino, en tanto que las gentes reanudaban el trabajo de la víspera, saliendo a la caza de nuevos cerdos salvajes. Mañana habría que regresar a la Pointe-à-Pitre con la nave portuguesa, las distintas mercancías tomadas a diestro y a siniestro, la carga de vinos y aquellos negros que irían a engrosar útilmente la milicia de hombres de color, siempre necesitadas de brazos para las arduas tareas de fortificación en las cuales asentaba Víctor Hughes su poderío.

 

Al final de la tarde comenzó la engullidera del día anterior, pero con muy distinto ánimo. A medida que el vino se subía a las cabezas, los hombres parecían más preocupados por la presencia de las hembras, cuyos anafes ardían sobre las luces de poniente, en medio de risas que se oían desde la orilla. Interrogaban algunos a los marineros que habían estado a bordo del buque negrero, pidiendo detalles. Las había muy jóvenes, las había garridas y bien plantadas –que los tratantes no cargaban con viejas, por ser mercancía invendible. Y al calor de la bebida, acudían los pormenores: «Y’en avec des fesses come ça… Y’en a qui sont a poil… Y’en a une, surtout… »  De pronto, diez, veinte, treinta hombres corrieron a los botes, dándose a remar hacia el barco viejo, sin hacer caso de los gritos de Barthélemy, que trataba de contenerlos.

 

Los negros habían dejado de comer, poniéndose de pié con inquietas gesticulaciones. Y pronto, rodeadas de una codicia agresiva, llegaron las primeras negras, llorosas, suplicantes, acaso realmente asustadas, pero sumisas a quienes las arrastraban a los matorrales cercanos. Nadie hacía caso a los oficiales, aunque éstos hubiesen desenvainado los sables… Y, en medio del tumulto, llegaban otras negras, y otras negras más, que echaban a correr por la playa, perseguidas por los marinos. Creyendo ayudar con ello a Barthélemy, que se desgañitaba en insultos, amenazas y órdenes que nadie oía, los negros, armados de estacas, se arrojaron sobre los blancos. Hubo una recia pelea, con cuerpos que rodaban en la arena, pisoteados, pateados; cuerpos levantados en vilo y tirados sobre las gravas; gente caía al mar, trabada en lucha, que trataba de ahogar a otros metiéndoles la cabeza debajo del agua.

 

Al fin los negros quedaron acorralados en un socavón rocoso, en tanto que de su nave se traían cadenas y cepos suficientes para aherrojarlos. Barthélemy, asqueado, regresó a L’Ami du Peuple, dejando sus hombres entregados a la violencia y a la orgía. Esteban, teniendo el buen cuidado de cargar con una lona húmeda para acostarse encima –conocía las añagazas de la arena– se llevó una de las esclavas a una suerte de cuna, tapizada de líquenes secos, que había descubierto entre las peñas. Muy joven, dócilmente entregada, prefiriendo esto a sevicias mayores, desenrolló la moza el paño roto que la vestía. Sus senos de adolescente, con el pezón anchamente pintado de ocre; sus muslos carnosos y duros, puestos a apretar, alzarse, o llevar las rodillas al nivel de los pechos, se ofrecían al varón en tensión y lisura. En toda la isla sonaba un asordinado concierto de risas, exclamaciones, cuchicheos sobre el cual se alzaba a veces un vago bramido, semejante a la queja de una bestia enferma, oculta en una guarida cercana.

 

A ratos cundía el ruido de una riña –acaso por la posesión de una misma mujer. Esteban volvía a encontrar el mismo olor, las texturas, los ritmos y jadeos de quien, en una casa del barrio del Arsenal de la Habana, le había revelado los paroxismos de su propia carne. Una sola cosa valía esta noche: el sexo. El sexo, entregado a rituales propios, multiplicado por sí mismo en una liturgia colectiva, desaforada, ignorante de toda autoridad o ley… El alba se pintó en un concierto de dianas, y Barthélemy, resuelto a imponer su autoridad, dio orden a las tripulaciones de regresar inmediatamente a bordo de sus naves. Quien demorara en la isla, sería dejado ahí. Hubo nuevos altercados con marinos que pretendían conservar sus negras como presas legítimas y personales. El Capitán de la Escuadra los aquietó con la promesa formal de que las hembras les serían entregadas cuando se llegara a Pointe-à-Pitre».


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