28 julio 2023

Tercera ley de Newton

Llegué por primera vez a Miami un viernes 29 de agosto, tenía diecisiete años; lo hice en un vuelo de Ecuatoriana de Aviación. Sé con exactitud la fecha porque agosto tiene treinta y un días (igual que julio), y porque ese mismo día me enteré que el lunes siguiente –primero de septiembre– no se trabajaba pues era feriado: Día del Trabajo en Estados Unidos. Significaba que no podría presentarme ese día lunes en la academia de vuelo como había previsto, toda vez que las oficinas administrativas no estarían disponibles para mi registro inicial.

 

Pasé los trámites de ingreso sin inconvenientes. Pronto me encontré en el bullicioso hall del terminal del aeropuerto. Siendo las tres de la tarde y sabedor de que el guardián que me habían asignado pasaría a recogerme, esperé con paciencia por un tiempo que se me fue haciendo interminable. Dos horas más tarde y cuando ya hice planes para dirigirme a un hotel, asomó un individuo latino de mediana edad que vestía ropa de playa. Era cubano, se llamaba John Espinoza. ¿Vizcaíno, eres tú, chico? –inquirió–. “Mira que estoy en Miami Beach con la familia y, por casualidad, he pasado por casa para recoger un documento, y solo ahora me he enterado que llegabas, tú”.

 

Yo  no dominaba entonces el idioma; mi inglés era muy precario. Cuando el martes siguiente, a eso de media mañana, llegué a Opa–Locka, inicié mi inscripción y me fui dando cuenta de que muchas cosas no funcionaban como me habían ofrecido: la escuela no contaba con un dormitorio y se había programado mi alojamiento en un departamento que debía compartir con otro estudiante. Este era teutón, mayor a mí unos diez años y vivía en Hollyvood. Estaría a casi una hora de la escuela, por lo que no solo debería depender del transporte del alemán (que tenía su propio vehículo) sino también de las contingencias de la programación de sus vuelos y de su horario personal.

 

Pronto advertí que nunca debí aceptar lo que la escuela había “coordinado”; la relación con el alemán fue haciéndose disfuncional, era un tipo raro que fue reflejándose como intolerante, corrosivo y autoritario. Enseguida opté por otro alojamiento e hice nuevos planes para cambiar de centro de instrucción. Me había parecido que ahí el entrenamiento no era personalizado y que se gastaba mucho tiempo carreteando el avión. Pronto desistí de continuar en un lugar tan congestionado y poco amigable; me cambié a Flight Safety, academia ubicada en Vero Beach.

 

Como me especialicé en ciencias filosófico-sociales, recelé que dado que ciertos aspectos de la aviación estaban relacionados con otras disciplinas, quizá debía haber escogido ciencias físico-matemáticas. Ya en mi primera semana en Flight Safety, sería Jack Prindible, mi instructor –un enjuto trigueño de tranquila catadura–, quien me averiguó si sabía algo de la tercera ley de Newton… Del sabio inglés solo sabía aquello de que le cayó una manzana en la cabeza, pero nunca de sus leyes fundacionales de la mecánica clásica, menos de aquella que estipulaba que “for every action, there is an equal and opposed reaction”… aquella ley indispensable de la acción y reacción.

 

Con el tiempo fue descubriendo cómo esa tercera ley, cual extraño conjuro, actuaba como si fuese un talismán. Hablábamos del efecto torque o del “P factor” (que generan reacción opuesta porque la hélice gira hacia la derecha) o del resultado de la curvatura aerodinámica que tiene la parte superior del ala, que producía la sustentación y contrarrestaba el efecto de la fuerza universal de la gravedad; entonces –cual muletilla o monserga repetitiva–, se me recordaba que en términos aeronáuticos, “por cada acción siempre habrá una igual y opuesta reacción”.

 

No habríamos todavía de darnos cuenta que la ley funcionaba también para los asuntos de la vida; que nuestras acciones –buenas o malas– también están sujetas a ese predicamento, que “el que la hace la paga”, que es aquí, en esta misma tierra, donde podemos encontrar nuestro propio infierno, que “donde las dan las toman”, que “no hay que hacer a los otros lo que no quieres que te hagan a ti”. En fin, que las buenas acciones son retribuidas y que aun, si ello no llegaría a suceder, siempre nos quedará un motivo para nuestra más íntima satisfacción.

 

Hace poco escuché de un raro guarismo: el número 4.000. Representa el número de semanas que tendríamos asignadas en la vida –unos 77 años y es solo un promedio–. Sugiere que lo bueno o malo que hagamos alteraría esa expectativa, sumándonos o restándonos tiempo. Cuando pienso en la calidad de nuestras acciones, medito en las cosas sencillas que nos hacen felices en la vida y me pregunto por qué es que hay tanta gente a la que le gusta complicar la vida de los demás con sus reclamos y reproches, con sus inconformidades y desavenencias…


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario