26 septiembre 2023

Una forma de impunidad

“Soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos. De su inutilidad y de su ignota ubicación se nutren mis días”. Álvaro Mutis. La Nieve del Almirante.

Resuelvo que me encantan las entrevistas que se hacen a los escritores. Sí, definitivamente. No sé cómo no se me ocurrió pensar en eso... Estuve leyendo una vieja entrevista que le habría hecho una pareja de escritores al poeta y novelista colombiano Álvaro Mutis y me he puesto a meditar en si la condición del viajero, de aquél que se aleja de su casa (o del que opta por un itinerante oficio) es verdaderamente eso: una forma de libertad sin condiciones (sin muchas por lo menos), un periplo en que vamos ajenos al escrutinio de gente que no nos conoce; vaya, una extraña forma de impunidad, una exención amparada en el anonimato y la distancia…

 

“Hay un aspecto del viaje –responde Mutis en la entrevista– que he venido descubriendo a la altura de mis años, que me ha inquietado mucho, y es el interés por desplazarme. En el viajero hay una irresponsabilidad muy grande, hay una soledad gratificante. Tú no eres de ese lugar a donde has llegado y puedes decir y hacer lo que quieras. El ser un desconocido en una ciudad y caminar por los parques, meterse en un bar - que tiene el mismo valor que una estación de tren y donde todo el mundo está en tránsito-, en un bar de Chicago, en el barrio irlandés, a tomarse allí unos whiskies y bajarlos con cerveza, y hablar con los cargadores de los muelles; o quedarse en un bar de Curazao, Paramaribo, New Orleans, San Francisco, Madrid o Barcelona, es estar esencialmente de paso y, ante todo, ser un desconocido. Esta impunidad puede ser una de las razones que me causa ese placer de viajar”.

 

Pero, veamos: ¿qué es exactamente eso de “viajar”? Pensemos en un viaje a Marruecos, por ejemplo. Pudiera decirse que ausentarse involucra dos aspectos: uno es el traslado o el desplazamiento efectuado, el viaje mismo, el ir desde el punto de partida hasta el de destino y viceversa; el otro consiste en la condición errabunda, en la exploración o peregrinaje. Quizá también pudiera decirse que en aquello del periplo hacia un lugar ajeno, sea este distante o no, está incluida una forma, fugaz o prolongada, de aquel desacostumbrado ejercicio que llamamos migrar

 

Ahora bien, ¿para qué “vagamos”? o, lo que sería lo mismo, “navegamos sin rumbo” (aunque esa gestión itinerante ya esté preestablecida en el itinerario del viaje previamente planificado o previsto): en teoría, lo hacemos para saber de otras formas de vida (otras culturas), ver nuevos paisajes y disfrutar de esos antes desconocidos lugares. Pero también, y quizá por sobre todo, lo hacemos para sentirnos alejados de todo lo que significa rutinario o cotidiano, para sentir esa libertad con el tiempo y con el espacio que significa el aislamiento, aquella forma particular de ejercitar nuestra impensada y recién descubierta solitaria libertad. Así, alejarse se convierte –sin que nos lo hubiésemos propuesto– en un prescindir de los que nos conocen, de los que pudieran cuestionar lo que decimos y cómo nos expresamos, de los que nos pudieran criticar.

 

Porque esto también es viajar, esa ausencia del eventual “castigo” que menciona el escritor colombiano; y, más que eso, esa curiosa conciencia de ese anonimato en el que se respalda esa disponible e inopinada impunidad. Para eso también viajamos, no solo para descubrir y disfrutar de lo que existe en otros lugares distintos –o ver los mismos con ojos nuevos–, lo hacemos también para sentir que somos “un nuevo producto”, que somos algo nuevo, una hoja en blanco para actuar como si fuéramos distintos, una posibilidad de pensar, expresarnos y actuar con la ventaja de que se nos mira sin prejuicios; sí, somos no solo un libro abierto, somos “una hoja en blanco” para los que todavía no nos conocen, para los que ya se encuentran en ese diferente paraje, en ese “allá”.

 

Y es allí, donde no habrá nadie que pueda decirnos qué tenemos, o no tenemos, que hacer, donde –a lo mucho– alguien nos pueda sugerir o recomendar. Somos nosotros los que tenemos la posibilidad de escoger qué hacer con el espacio y con el tiempo, y eso ya es una manera de ejercitar y disfrutar del sentido más pleno que pudiera tener nuestra libertad. Quizá, la única forma de que aquella impunidad pudiese no estar asegurada sería el no saber disfrutar de nuestro viaje. Ello, no solo desmerecería la posibilidad de anulación de un eventual castigo; convertiría nuestra gandulería en condición imperdonable. Viajar es un privilegio, una oportunidad única para saborear una circunstancial lejanía, es una prodigiosa oportunidad para sentirnos repentinamente extranjeros. Solo así podremos vernos como distintos, y darnos la oportunidad de mejorar. 


Esa será la consecuencia del propósito que habremos hecho de conocer algo más de nosotros mismos, solo para luego tener que aceptar que aún no nos hemos terminado de conocer…


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