* Título original: La demolición de la
memoria. Escrito por: Mauricio Riofrío
Cuadrado
En Quito, ciudad de conventos, campanas y contradicciones, la modernidad ha decidido pasar la retroexcavadora por la historia, se ha confirmado lo que muchos temían y otros esperaban con ese fanatismo posmoderno que confunde civilización con demolición: la Monumental Plaza de Toros de Iñaquito, inaugurada en 1960, será destruida. No renovada, no reinterpretada, no resignificada, será simplemente, reducida a polvo, como se borran los recuerdos incómodos o los abuelos que ya no combinan con el sofá minimalista de la casa.
El progresismo mal entendido, el animalismo de pancarta, el desarrollismo inmobiliario y la estética anodina del shopping, han hecho causa común para sepultar uno de los espacios culturales más significativos de la hispanidad en los Andes. No se demuele una plaza, se demuele una época; y ellos lo hacen con la sonrisa de satisfacción de quienes creen que demoler una tradición es el acto más sublime del progreso. Lo hacen luego de que se llenaron los bolsillos y elevaron su ego cuando adquirieron un status que nunca merecieron, son tan pobres que solo tienen dinero…
¿Pero quién necesita una plaza de toros cuando se puede tener un centro comercial con nombres en inglés, cafés veganos y toros de peluche ecológico? ¿Quién va a llorar por un coso taurino si tenemos influencers que defienden la biodiversidad mientras se toman selfies con sus bulldogs franceses en la Mitad del Mundo? El Quito de hoy, ya no tolera la contradicción, la tensión, el rito, solo acepta lo deslactosado, lo plano, lo repetible.
En 1960, cuando se inauguró la plaza, Ecuador apenas aprendía a soñar con la modernidad, la obra fue una afirmación de identidad, de continuidad cultural de una tradición hispanoamericana viva, donde lo trágico y lo bello se fundían en la arena. En América, la tauromaquia fue siempre mucho más que sangre y capotes: fue símbolo, honor, ritual, arte, duelo entre lo humano y lo animal, lo cual nunca supieron distinguir, ni valorar, aquellos adoradores del becerro de oro, mercaderes arrogantes por fuera y simplones sin fondo por dentro.
Por la Monumental Plaza de Quito pasaron artistas, poetas, pintores, políticos, toreros de leyenda, cronistas de alcurnia, pero sobre todo pasó el pueblo, con su proverbial sal quiteña, su bondad y su inteligente agudeza para diferenciar entre el espectáculo y el ritual, se divertía con lo primero y se emocionaba con lo segundo.
¿Y ahora qué? ¿Vamos a destruir todo espacio que no se acomode a los requisitos morales del momento? ¿Borramos también la mitad del Centro Histórico porque no está habitado? o el convento de San Francisco porque no tiene rampa para bicicletas eléctricas?
El rumano Emil Cioran entre sus disquisiciones sobre el desencanto del porvenir escribió: “El futuro es ese lugar vulgar donde todo lo sublime muere.” Y tenía razón. La Plaza de Toros no murió por la fuerza del tiempo, sino por la vulgaridad del presente, la de una clase política que fungía de revolucionaria cuyos líderes ahora están prófugos, presos y procesados por corruptos y ahora hasta por violadores sexuales. Destruyeron lo que no comprendían.
A los promotores de esta demolición les vendría bien leer a Octavio Paz: “La modernidad no es un hecho, es una idea. Y como idea, se pervierte cuando se vuelve dogma.” Hemos hecho de lo nuevo un ídolo y como todo los ídolo, exige sacrificios. Hoy le toca a la Plaza de Toros, mañana será el turno de otro símbolo que no encaje con el edulcorado paisaje de esta ciudad que, en nombre de no molestar, ya no conmueve a nadie porque simplemente eligió el olvido...
¡Aplausos para la retroexcavadora! Es el emblema, sin alma, de la nueva Escuela Quiteña.
Si hubieran vivido en aquella época, Pabel y los hermanos Dalton, hubiesen fulminado a Miguel de Santiago, Manuel Chili “Caspicara” y Bernardo de Legarda…
