Si uno
revisa un libro de Historia de la Argentina, o cualquier enciclopedia, y analiza la
lista de sus jefes de Estado, va a toparse con una curiosa preeminencia de
nombres aristocráticos. Al hacerlo, no nos cabrá duda de que el poder, en su mayoría de
veces, ha estado en manos de las clases dominantes. “Como en todos los demás
países de América”, dirán ustedes con razón, pero es que ahí esto ha
sucedido con un ingrediente adicional: sucede que a partir de fines del siglo XIX
se advierte la incorporación en política de los “nuevos” inmigrantes. En
efecto, un vigoroso contingente de italianos, polacos, judíos y gallegos pasan
a incidir en la toma de decisiones; y esto sucede mientras, a la par, parece disminuir la influencia de los ciudadanos tradicionales.
Claro que allí, ha sido recurrente la participación de los militares en política –a pretexto de “mantener la democracia”–; resabio, cuya tendencia ha venido poco a poco a desaparecer. Hago esta reflexión mientras termino de leer uno de los libros más interesantes, y quizá mejor escritos, que hayan llegado a mis manos, Santo oficio de la memoria, del escritor argentino Mempo Giardinelli, él mismo descendiente de inmigrantes italianos. Creo que si algún día debo responder a una hipotética entrevista, no dudaría en mencionar ese sugestivo título si acaso me preguntaran que cuál pudiera haber sido el libro que alguna vez me hubiera gustado escribir…
Conocí Argentina antes de cumplir mis primeros 25, aunque debería ser más específico y reconocer que lo que había descubierto era esa ciudad porteña que solo parece vivir para hablar de fútbol y política (en ese orden) y para disfrutar del tango (“un sentimiento triste que se baila”, en la definición de Discépolo). Buenos Aires es quizá la ciudad más europea qué hay en América; allí, dos aspectos llaman la atención del viajero: el predominio de la ascendencia europea y la locuacidad de los locales (¿su cultura?); ahí se puede hablar de cualquier tema con solo subir a un taxi, o conversar con el mozo de un asador o el dependiente de un gran almacén.
Santo oficio narra la saga de una familia de inmigrantes italianos hasta su cuarta generación (aunque no es una novela autobiográfica); es la crónica de su asentamiento y adaptación en el barrio porteño de de Ramos Mejía, así como de su posterior, aunque parcial, desplazamiento hacia la provincia del Chaco, región que fuera poblada inicialmente –de acuerdo con el autor– por una mayoría de inmigrantes italianos. Por coincidencia, es también lugar de nacimiento del escritor; quien, asimismo, y al igual que Pedro, uno de los personajes principales, se ve forzado a refugiarse en México por circunstancias políticas, para –hacia al final de la novela– retornar a su lugar de origen: una versión moderna del Ulises de Homero, el gran poeta griego.
La novela tiene una estructura interesante: es una historia contada por narradores múltiples. Al estilo del Drácula de Bram Stoker, Cumbres borrascosas de Emily Brontë o Mientras agonizo (mi novela favorita de William Faulkner), en la que varios narradores cuentan la agonía y muerte de la abuela Addie Bundren y el viaje por tierra que realiza su familia (llegan incluso a cruzar a pié un río) para cumplir con su deseo de ser enterrada en su pueblo. En el Quijote, Cervantes emplea un método parecido y el mismo Faulkner utiliza similar técnica en su obra más celebrada, El sonido y la furia, donde cada uno de sus cinco capítulos recoge la impresión de igual número de personajes para comentar los mismos acontecimientos. Para el caso de la novela que reseño, una veintena de miembros entre los Domeniconelle se turna para relatar sus recuerdos, distintos y hasta contradictorios, de los sucesos más importantes de la familia.
Entre los relatores se turnan, y repiten, algunos personajes principales: el nieto Pedro (que en ocasiones utiliza un cuaderno de notas); la abuela Ángela, que es la columna vertebral de la historia –tanto por su avasalladora personalidad como por sus extravagantes ínfulas– ; el “tonto de la buena memoria” (un hijo con discapacidad, vergüenza que trata de ocultar la familia), cuyos recuerdos son la visión fidedigna de la historia y quien es considerado por todos como “peligroso”, ya que “cuenta cosas que nadie más debería llegar a saber”; y Franca, que como su nombre lo indica, ve e interpreta con sincera objetividad los acontecimientos.
Pero hay un callado personaje. Es quien hacia el final, resume con sensata filosofía la lección de aquellas experiencias, y quien rescata el valor del pasado y la memoria: es Aída, la mayor de las hermanas. Ella sintetiza el mensaje del autor en la mejor de esas 106 secuencias; ella se encarga de sublimar con sus reflexiones la presencia del pasado como fundamento del presente, y el valor de la memoria como parte de la historia colectiva. Piensa que no se puede vivir siempre en la ficción, y que lo único que importa es no empeñarse en negar la realidad.

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