Hasta entonces no había tenido oportunidad de conocer
Londres. Sería que aún no me había llamado la atención y que, por eso, no la había
incluido en mis planes de turismo. La conocí por asuntos referentes a mi oficio
y sin que me lo hubiera propuesto… Sucedió algo tarde –ya tenía más de 50 años–; y
fue que, estando al servicio de Singapore
Airlines, fui transferido a una flota distinta (la del Boeing 747-400). Londres se habría
de convertir, sin que nunca lo hubiera previsto, en uno de mis destinos favoritos.
Hoy, pasado el tiempo, me trae gratas nostalgias su recuerdo.
Cierto que su clima no es muy amigable. Llovizna con frecuencia; una espesa neblina parece empeñarse en oscurecer más el sombrío paisaje. Quién sabe si también es motivo para que dé la engañosa impresión al viajero de que su gente es fría, introvertida y no muy afable. Londres es, sin embargo, una ciudad limpia y acogedora, una urbe donde uno jamás transige ante el tedio o el hastío; es fácil para movilizarse y se deja explorar y conocer. Repleta de museos, parques y rincones interesantes, allí la gente vive a su aire y, como en toda gran metrópoli, sabe tratar al viajero con cordialidad y tolerancia, y nunca duda en mostrarse servicial y gentil.
Londres no es “la” meca, en cuanto a gastronomía; pero si uno quiere probar algo ligero y acompañarlo con una cerveza, sus pubs son una aceptable alternativa y se los encuentra por doquier. Como en cualquier ciudad, ahí es básico saber ubicarse y aprender a movilizarse, especialmente en el tren subterráneo (le apodan de “Tube” ). Mucho ayuda estar familiarizado con las estaciones y con los nombres de los barrios y distritos. En mi caso personal, siempre tuve la suerte de alojarme –en forma invariable– en el Gloucester Hotel (vocablo de curiosa pronunciación: debe decirse Gloster), ubicado en el barrio de su nombre, un poco al norte de Chelsea y hacia el sur de Kensington y Hyde Park, algo al oriente de Earl’s Court. Cierto día, caminando por Cromwel Rd., di con una placa que rezaba: “Aquí vivió el guionista y director de cine Sir Alfred Hitchcock”.
El Gloucester no puede estar mejor ubicado. Una caminata de diez minutos sobre Cromwel Rd. lleva al Museo de Victoria y Alberto, a Harrods (visita imprescindible) o a nuestra embajada. Cuántas veces no fui a merodear por Chelsea y avancé hasta Stamford Bridge (estadio del tan popular equipo), o hasta Craven Cottage (el campo del Fulham que, al igual que la tienda referida, es propiedad de Mr. Mohamed Al-Fayed). Esa “cabaña de pollos” es una instalación deportiva avecinada a un meandro del Támesis, a este lo conocen como St. James-Brentford. Un buen día, recorriendo Notting Hill (cerca de Hyde Park), di con un rincón muy pintoresco: se llama Portobello Market (mitad mercado de pulgas, mitad enjambre de anticuarios); sitio ideal para saborear delicias de Italia o de la India, y para entretener y dar pábulo a la codicia…
La “escala”, o tiempo de pernocta en los diferentes destinos a los que volamos los aviadores (‘leyover’, se dice en inglés), nunca es tan extensa como quisiéramos. Como debo haberlo comentado, muchas veces solo consiste en el tiempo requerido para acomodar el respectivo ‘turn around’ o retorno desde la base de un nuevo vuelo, y para satisfacer el descanso de las tripulaciones (al menos 24 horas o el doble de lo volado, en vuelos intercontinentales). Esto se antoja determinante, pues cualquier excursión que se quiera efectuar dependerá no solo del tiempo disponible, sino del plan de descanso personal, siempre afectado por algo que a menudo provoca serios desarreglos: la adaptación a los ciclos circadianos (el insidioso cambio de hora).
Por lo mismo, cuando el tiempo no es factor, resulta agradable intentar recorridos algo más alejados: caminar hasta el Big Ben o la Abadía de Westminster, siempre a través de St. James Park y el Palacio de Buckingham, por ejemplo; o, quizá, cruzar Hyde Park hasta Oxford St., y avanzar luego hasta el Soho o Piccadilly Circus. O, con algo más de disponibilidad, tratar una escapada hacia occidente, en dirección a Cardiff, para visitar Oxford (sede de la famosa universidad), Bath (antigua ciudad romana) o las enigmáticas ruinas de Stonehenge.
En Heathrow, su aeropuerto, tuve que efectuar varias aproximaciones de baja visibilidad, debido a la neblina: los pilotos –con apoyo en su respectiva categoría– podemos bajar hasta un punto tal que si no vemos la pista –o sus marcas o luces–, debemos efectuar un Go-around (un sobrepaso). Esos “mínimos” pueden variar (los míos eran de 35 pies sobre la pista). Si se decide abortar (interrumpir) el aterrizaje en ese punto, el avión pierde todavía unos 50 pies (por la reacción progresiva de los motores y la gradual transición hacia la maniobra) y las ruedas, a pesar de todo, topan brevemente la pista... Los pasajeros pueden creer que el avión ha aterrizado, cuando, en realidad, ha vuelto a elevarse…

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