* Escrito por Bernat Castany Prado para El
País de España. Reeditado.
A mediados del siglo XVIII se publicó en Francia la más inteligente y divertida de las novelas libertinas: Teresa filósofa. Pues, dejando a un lado que la Alicia de Carroll no penetre en la cuestión sexual, dicha novela podría haberse titulado Alicia filósofa, ya que su protagonista posee, como Teresa, algunas de las principales virtudes filosóficas, como son la curiosidad, el asombro, la valentía, o el instinto de libertad. De ahí que la obra de Lewis Carroll trascienda la más importante categoría de la literatura infantil (que él definió como aquella que también pueden leer los niños), para revelarse, o rebelarse, como una verdadera novela filosófica.
No importa si Alicia proviene del antiguo germánico, adalheidis, que significa ‘noble’, o del griego clásico, aletheia, que significa ‘verdad’. En griego moderno, aún se emplea la expresión “alicia ine” para decir “es verdad”. Lo que importa es que el nombre de Alice Liddell no podía significar sino “verdad”. Y, si me apuran, “verdad pequeña”. Su historia sería la de Aletheia en el País de las Maravillas. Esto es, la de la verdad sometida a todas las violencias, mentiras y falacias con las que los dogmáticos buscan deformarla. De ahí que Humpty Dumpty le diga, en A través del espejo: “Con ese nombre podrías tener cualquier forma!”. Pura pre-posverdad.
No hay mucha diferencia entre aquel viejo Sócrates, que se enfrentó a unos dogmáticos, los “alazones”, y la pequeña Alicia, quien se opondrá a una cohorte de dogmáticos, como la Oruga azul, la Duquesa, la Reina de Corazones o Humpty Dumpty. 20 años después de publicar Alicia, Carroll escribirá un manual de autodefensa intelectual, titulado El juego de la lógica, en cuyo prólogo promete otorgar al lector infantil: “El poder de detectar falacias y desmantelar los argumentos endebles e ilógicos que encontrarás continuamente en libros y otros documentos.” Y acaba con un nostálgico: “Pruébalo.”
Alicia representa la capacidad de resistirse a los sofismas de los dogmáticos que pueblan el mundo que le espera: “¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas!”, dice en el capítulo sexto. “¡Es para volverse loco!”. Frente a su lógica abstracta (esto es, separada de la realidad), y especulativa (pues mezcla todas esas ideas separadas de la realidad), Alicia se atreve a decir, socráticamente: “No comprendo”, para dejar que sean ellos mismos quienes se enreden en sus propias contradicciones tratándoselo de explicar.
Pero Alicia no sólo posee la virtud crítica del escepticismo, sino la positiva de la philaletheia, o “amor por la verdad”, de la que habló Aristóteles. Me atrevería a decir, frente a los morbosos, que Carroll estaba alegóricamente enamorado de Alicia, porque representaba el amor (imposible) por la verdad. No es casual que ‘to wonder’ signifique tanto ‘maravillarse’ como ‘preguntarse’ o ‘sentir curiosidad’. De modo que nuestro resignado “País de las Maravillas” es el de la curiosidad asombrada, o thauma, que Aristóteles identificó con el origen de la filosofía. Aunque, en verdad, sea Alicia quien participa del wonder, y no todos esos personajes que se le enfrentan. Alicia es la única, la verdadera, la incuestionable wondergirl.
Alicia podría haberse llamado Areta, de areté, ‘virtud’, que valdría traducir como “potencia”. Porque, además de las potencias del escepticismo y la philaletheia, posee la ética del valor de abrirse al mundo, aunque éste se muestre como siniestro y peligroso. En Alicia, la curiosidad vence al miedo. A pesar de las tentaciones que siente, como cualquier otro héroe, desde Ulises hasta Bilbo Bolsón, siempre se anima a seguir explorando: “¡Casi desearía no haberme metido por la madriguera del Conejo…!”, suspira. “Y, a pesar de todo… ¡Vamos! ¡Hay que reconocer que esta forma de vivir es bastante curiosa…!”. Y es que la curiosidad no necesita encontrarle un sentido a la realidad. Simplemente se pregunta: ¿y, qué viene después?
Y es que Alicia también posee la potencia política de la parresía, de pan, ‘todo’ y rhesis, ‘decir’, que designa el valor de decir la verdad ante los demás, y más importante aún, ante el poder. Por eso dice: “No comprendo”, “¡Pues no me callo!”, “Ni me va, ni me viene…”. Y, por eso, cuando la Reina de Corazones ordena que le corten la cabeza, exclama: “¿Quién les va a hacer caso? ¡Si no son más que un mazo de cartas!”; que no es expresión de un escepticismo cínico o nihilista, sino de un instinto de libertad, que la lleva a plantarse ante las convenciones que reinan en la sociedad. La primera de las cuales es la de que otro mundo no es posible.
No extraña que, como pasó con Sócrates, Alicia acabe condenada por aquellos alazones, cuya agresividad prefigura las resistencias que encontrará en su entrada en el mundo de los adultos… Mientras tanto, su avatar literario sigue alimentando las eternas resistencias de los niños, y las irregulares lealtades de los adultos. Por todo ello, la Alicia de Lewis Carroll merece un puesto en las Vidas de los filósofos de Diógenes Laercio. ¡Alicia ine! ¡Es verdad!

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