28 julio 2025

Explorando El Quijote

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres (cuartas) partes de su hacienda”. Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

 

Asistí a un sepelio hace pocos días. Y, mientras un familiar efectuaba al elogio fúnebre, mencionó algo que pronto relacioné con mis lecturas de El Quijote. Se refirió él a una pócima de los tiempos de las novelas de caballería: el famoso “bálsamo de Fierabrás”. De inmediato me prometí que, una vez llegado a casa, revisaría la naturaleza de esa poción o brebaje y quién mismo habría sido tan conspicuo personaje. Una vez en casa y puesto a cumplir con mi tarea, caí en cuenta que ubicar aquello en las varias ediciones que poseo, hubiese constituido no solo una ímproba faena, sino que era más fácil “bajar” el texto digital y utilizar la herramienta requerida…

 

Así fue como di con la expresión en el Cap. X de la Primera parte en la que don Quijote confiesa a Sancho la existencia de ese raro bálsamo y le confía que conoce la fórmula para elaborarlo. En el Cap. XVII Alonso Quijano pide que le preparen el mágico mejunje; más tarde, Cervantes relata los contradictorios efectos que el nauseabundo potingue (vino, aceite, romero y sal) produjo, tanto en el disparatado caballero como en su fiel escudero: aquél padece de vómitos y sudores; este, de efectos laxantes y siente la cercanía de la muerte… El bálsamo resulta así un falso remedio, una suerte de placebo, una fraudulenta panacea sin resultado confiable.

 

En el Medioevo habrían abundado los remedios preparados en botica (bálsamos, ungüentos, emplastos, aceites reparadores); estos eran de uso tópico o de ingestión oral, que se fabricaban con diversas substancias y estaban destinados a curar heridas y más enfermedades. Para el caso del bálsamo de Fierabrás, era necesario usar romero, hierba a la que se han atribuido múltiples propiedades, siendo un conocido colerético, diurético y espasmolítico. En Italia (siglo XVI), habría existido también un producto similar: lo llamaban bálsamo de Fioravanti, habría estado compuesto por trementina, incienso, mirra, resina, clavo, jengibre, canela y laurel. Le atribuyeron propiedades portentosas. Quién sabe, quizá inspiró el nombre de nuestra gaseosa vernácula…

 

Fierabrás, por su parte –del francés Fier-à-bras–, significaría tener «brazo bravo», «fanfarrón, o bravucón». Sería, en versión castellana, un personaje legendario –y por tanto ficticio– que ya figuró en los cantares de gesta del ciclo carolingio y en las hazañas de los doce Pares de Francia. Hijo de un rey de Alejandría, lo describen como un guerrero sarraceno de enorme estatura, incalculable fuerza y bondadoso corazón; muy diestro en el manejo de las armas.

 

Pero no ha sido sino hace unas pocas semanas que escuché en un programa político, que un facultativo, propietario de una importante clínica guayaquileña, utilizaba una conocida frase que yo había leído que NO pertenecía a Don Quijote de la Mancha y, tampoco, por lo tanto, a Miguel de Cervantes. Era aquella que con frecuencia se le atribuye: “Los perros ladran, Sancho. Señal es de que avanzamos”. Del igual manera, tomé los textos de las dos partes (en la versión de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos del Ayuntamiento de Toledo - 1859) y me di al cometido de intentar esa búsqueda con la misma frase u otras parecidas, y aun probar con palabras como perro y algunos modos de los verbos ladrar, avanzar y cabalgar: ¡pero nada!

 

Del mismo modo que con la primera referencia (la relacionada con Fierabrás), que la encontré en la página de theconversation.com, esta otra, la referente a los supuestos perros ‘ladrones’ la obtuve del blog de la escritora Sandra Flores. Allí corroboré que tal autoría –la de Cervantes– era realmente un mito. Tal parece que hacia 1808, fue Johann Wolfgang von Goethe quien publicó un poema que tituló “Labrador”, cuya letra dice: “Cabalgamos por el mundo / En busca de fortuna y placeres / Mas siempre atrás nos ladran / Ladran con fuerza… / Quisieran los perros del potrero / Por siempre acompañarnos / Pero sus estridentes ladridos / Solo son señal de que cabalgamos.

 

En 1916, Rubén Darío habría usado la misma frase (quizá en uno de sus impulsos creativos): “Deja que los perros ladren Sancho, es señal de que avanzamos”. Habría sido ese, su modo de responder a quienes lo denostaban por su origen mestizo. En ese blog se dice que la fuente de la frase, más bien pudiera estar en un antiguo proverbio turco o, aun, en una sentencia de origen griego…



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