Es ese un diminuto trozo de cartulina, mide un
tercio de lo que una tarjeta de negocios; contiene una dedicatoria que quizá
acompañaba a un pequeño obsequio. Está escrita, la dedicatoria, con una caligrafía primorosa: los
trazos son delicados y finos, dignos de un pendolista. Algo denuncia que fue
puesta en el interior de tan abultado texto para ser conservada como señalador
o como recuerdo. La nota transmite buenos augurios de parte de una familia conocida
para alguien que está por iniciar sus bisoñas actividades profesionales. Está
ahí, como si fuera a propósito, esperando que la descubran: la encuentro entre las
páginas de las Obras Completas de Shakespeare. 
Cavilo en si ese mismo volumen pudo haber sido el presente al que acompañaba la nota. Lo más seguro es que se la haya guardado allí al azar. Ello implicaría que estuvo adherida a otro regalo cuyo destinatario bien pudo ser uno de mis hijos. No recuerdo haber comprado el libro, no leo drama ni poesía: no siempre me atraen los clásicos traducidos. Ello exige que deba recurrir con frecuencia al diccionario para consultar el significado de una palabra o el sentido de una frase… Quizá por ello, jamás leí al Bardo de Avon, a despecho de su fama. Y, por ahora, tampoco pienso hacerlo.
Parece insólito que persistan dudas respecto a la autoría de su obra, cuando al inglés se lo considera el más grande escritor –no solo en lengua inglesa sino también de toda la literatura universal–. Dice la Wikipedia que “Resulta curioso que todo el conocimiento que ha llegado a la posteridad sobre uno de los autores más importantes del canon occidental no sea más que un constructo formado con diversas especulaciones”… Todo ello dimana de un hecho muy simple: los datos de que se dispone, respecto al dramaturgo, son muy exiguos y contrastan con lo grandioso de su obra. J. L. Borges elabora que si Inglaterra es “la patria del 'understatement', o de la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor (en cambio) son típicos en Shakespeare”.
Repaso su biografía: nació en 1564; contemporáneo de Francis Bacon y Christopher Marlowe (a quienes también se les atribuye la autoría de sus obras), vio la luz en un pueblo conocido como Stratford-upon-Avon (Stratford sobre el río Avon). Se casó joven (tenía 18 años) con una mujer ocho años mayor, con quien no tuvo un matrimonio “bien avenido”, aunque es probable que fuera bisexual. Escribía su apellido en forma inconsistente: Shakespeares (como se lo nombra en el First Folio), Sakspere, Shakspur y hasta Shake-speares (así figura en sus Sonetos); aunque tuvo su motivo: la ortografía en tiempos isabelinos aún no tenía normas rigurosas.
Entonces caigo en cuenta que la cercana Birmingham nunca fue una ciudad provinciana (es la más poblada, después de Londres, que existe en el Reino Unido), es dos veces más grande que Manchester o Liverpool… Me pongo por un momento en el lado de campo de quienes, tan tarde como 150 años después de su muerte, empezaron a recelar –y cuestionar– que no fuera él quien habría ideado y compuesto todas esas piezas geniales, porque simplemente “no tenía la instrucción ni el mundo requerido” para poder hacerlo… Y resuelvo que no, que nadie hubiese despreciado tan súbita fama y reconocimiento: tan agradecido y general aprecio…
Hace no mucho se renovó el viejo cuestionamiento. El ya inveterado rumor se agitó tras las declaraciones de un par de actores de reparto: Derek Jacobi y Mark Rylance. Ellos se habrían encargado de divulgar una Declaración de Duda Razonable respecto a la identidad del eventual vicario dramaturgo. Tal declaración disputa que fuera William Shakespeare, un plebeyo del siglo XVI, criado en un hogar analfabeto de Stratford, quien hubiera escrito las magistrales obras cuya paternidad se debate. El reclamo expone que alguien que apenas sabía leer y escribir no pudo tener los conocimientos de todo tipo que debían tener las obras atribuidas a Shakespeare.
De existir asidero, ese nombre, William Shakespeare, sería solo un seudónimo, el alias de un desconocido. El que del mismo modo se llamara un actor que interpretaba sus obras, sería solo una “coartada perfecta”… “Shake-spear” (¿sacudidor de lanzas?), sería solo un espantapájaros, una sutil estratagema para encubrir otra identidad y confundir a los ingenuos, la de alguien que –por extraña razón– prefirió mantenerse en secreto. Más aún si, como se disputa, “nadie pudo haber escrito esas obras si no era instruido, refinado y de cierto abolengo”… Como quiera que fuere, Shakespeare (o quien haya sido) estará por siempre en la cima de la Literatura. Pues, como diría Ben Jonson, otro contemporáneo suyo: “Shakespeare no pertenece a una sola época sino a toda la eternidad”…
 
 
 
 

 

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