06 marzo 2010

Cacaseno / fantoche!!!

Si, así, como si fuera una sola palabra; como incluyendo el signo ortográfico que contiene la barra oblicua; fue ese “cacaseno / fantoche” el apelativo predilecto que solía utilizar la abuela. Y… no sé de donde lo sacó; ni en donde lo aprendió; ni por qué lo usaba, en un tiempo que habían dejado ya de utilizarse palabras como ésas, a pesar del uso ocasional que todavía tenían ciertos sustantivos como: futre, meca, escudilla, faite y paletó. “Ve, ya deja de estar elevado y ponte a hacer los deberes, cacaseno fantoche!”; “Ya deja de bostezar, indevoto, y atiende al rezo del rosario, cacaseno fantoche!”…

La verdad es que el inofensivo insulto no dejaba de tener un doble efecto; porque a más de incomodarme, despertaba en forma inevitable el inocultable regocijo de todos mis demás primos. Es posible que el adjetivo haya insinuado un contenido onomatopéyico; porque, en un ambiente recoleto y mojigato como el nuestro, no debían tampoco mezclarse dos palabras impúdicas y groseras, como además resultaban “caca” y “seno”. Lo cierto es que, con el tiempo, pasé a ocupar la indiscutible titularidad del remoquete; que, dicho sea de paso, siento que su uso escapaba a la real intencionalidad de la abuela, quien parece que lo empleaba para un giro que insinuaba otra, y muy diferente, intención.

Hoy, medio siglo después, hago ejercicio de mis “internáuticas” habilidades, gracias a las bondades de navegación que ofrece esa enciclopedia tan versátil que es el Internet; y descubro que el sustantivo “cacaseno” se refiere al sujeto despreciable y necio; advierto también que el nombre estaría basado en un personaje literario de un autor italiano, cuya obra principal se titulaba “Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno”, cuya adaptación castellana estuvo muy extendida en la España de principios del siglo pasado.

Sería, me pregunto, que quizás esa influencia tuvo vigencia en la infancia de mi abuela, en la casa de ese comandante austero que parece haber sido mi bisabuelo Gaspar? Pero, así y todo, guardo la sospecha que la segunda parte del original remoquete, aquella de “fantoche”, tenía una intención bastante mas cercana a la connotación de “payaso”, que a la de “persona grotesca y desdeñable”, o la de “sujeto necio y presumido” con que se identifica la definición del diccionario. No creo, tampoco, que el “fantoche” usado por la abuela, haya querido referirse al “muñeco grotesco movido por medio de hilos”, de la otra acepción académica.

Sea lo que sea; y, haya salido de donde haya salido el uso originario del adjetivo en la familia, el resultado fue siempre lacerante y concluyente. Estaba claro que se lo endilgaba a quien se había destacado en el infamante arte de la tontería; a quien se hubiese puesto por encima de sus semejantes en la ciencia inexacta de la zoquetada, en el oficio vergonzante de la estolidez. Cacaseno y fantoche! Que podía parecer mas ignominioso e inapelable? Acaso, no hubiera sido preferible ser acusado de una vez de grotesco y presumido, de despreciable y necio?

Pero, una buena noche, justifiqué con creces la incomoda afrenta del reiterado apelativo. Podría decirse que con el episodio adquirí la condición de fantoche profesional; y de inmortal, y para siempre, cacaseno. Y todo porque en mi infantil ingenuidad, me deje engañar como desdeñable bobo; y así propicié el que me estafaran, no sólo como a un chico desprevenido; sino, también y precisamente, como a un incuestionable e increíble cacaseno!

La cosa es que, tendría yo unos doce años. Me habían enviado a entregar una encomienda en el correo. Regresaba ya, cumpliendo la adicional asignatura de contabilizar todos los bloques de las veredas entre el correo y la Plaza de San Blas (entonces uno de mis pasatiempos favoritos); cuando un individuo de rostro macilento y misteriosa catadura, se me acercó desde atrás y me averiguó en forma confidencial:

“Niño… es usted de la familia de aquí arriba?”

“Qué, de la familia Moncayo?”, le respondí.

“Sí”, continuó el extraño personaje. “Pero… Shhh! Procure hablar un poco más callado! Me envía su papá para que le entregue un paquete con relojes, pero no hable en voz alta, porque nadie debe enterarse de mi cometido!”

En ése entonces papá vivía en Tulcán; y me parecía inusual que él me estaría enviando ese tipo de mercancía con una persona desconocida; pero la urgencia que exhibía el individuo sumada a la demanda por actuar con sigilo, me llevó nuevamente a interrogarle:

“Qué, me envía esos relojes desde Tulcán?”

“Sí”, se apresuró en contestar el inquietante individuo. “Y me ha pedido, además, que le pida a usted que me entregue la pulsera y el reloj, para que les bañe en oro, en un laboratorio que tengo en mi casa!”. “Pero, tiene que darse prisa” continuó; “Porque quiero entregarle ahora mismo y tengo que retirar los relojes de mi casa. Y creo que ya se nos está haciendo un poco tarde!”

Era ya casi la hora del crepúsculo vespertino. Los últimos destellos del sol se iban escondiendo tras los cerros de occidente. El talante nervioso y sombrío del supuesto emisario, supongo que subrayaba el contraste con el del rapaz ingenuo y carente de malicia que perseguía sus apresurados trancos. Cruzamos gran parte del centro de Quito con este ritmo apresurado, dejamos atrás La Plaza del Teatro, subimos hacia La Plaza Grande, atravesamos San Francisco; y, una vez que le había ya entregado mis pertenencia para que experimentaran ese enriquecedor recubrimiento, entró el personaje en la que me informó que era su casa y me pidió que le esperase en la vereda contraria. Para esta parte, yo había ya dejado germinar unas inconstantes sospechas, convencido como estaba, de que no me iban ésta vez a tomar, claro, por un simple y ordinario cacaseno!

Pasaron minutos interminables y entonces el emisario reapareció nuevamente, exhibiendo ésta vez toda su nerviosa actitud de confuso atolondramiento. Esta ocasión, me devolvió temporalmente mis prendas a punto de ser enriquecidas. “Mi mujer no está en la casa”, me explicó; “Pero, vamos a la Casa Vivanco para ordenar que hagan el trabajo que me ordenó su padre. Ah, pero mientras tanto - continuó - espéreme en la Plaza de Santo Domingo, frente al Ministerio hasta las ocho de la noche. Pero hágalo con discreción, porque su papá no quiere que nadie se esté enterando! Es que… son unos relojes de contrabando”, me confió, casi como que compartiría conmigo un cómplice y misterioso secreto.

Ya, sin mi pulsera y mi reloj, esperé ésa vigilia interminable hasta bien pasadas las diez de la noche. En medio de mi ansiosa e infantil expectativa, no había alcanzado a intuir cómo un tipo ajeno a la familia podía estar tan enterado de tantas circunstancias relativas a los íntimos aspectos de mi casa… Hasta ésa triste noche no había tampoco sospechado del alcance e ingenio de la maldad y picardía ajenas; ni que “su casa” era realmente el Hospital San Juan de Dios (habría de enterarme con los años); y, menos aún, que mi inolvidable personaje se había pasado ésa noche de “fantoche” y me había entregado, desde ya y para siempre, el birrete de graduación de mi título profesional de “cacaseno”!

Chicago, 7 de Marzo de 2010
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