09 marzo 2010

MacGyver y los tiburones

El era un niño grande; un niño grande y acomodado que, como tal, era dueño de todos los juguetes inventados en el mundo. Y sus juguetes no eran elementos para seducir o para alardear; eran instrumentos para convocar, para inspirar y compartir. De ahí que, quienes disfrutábamos más con su entusiasmo y con su infantil novelería éramos justamente sus vecinos ocasionales de vacación en la playa; en un tiempo en que creíamos todavía que Casablanca era de nosotros; mucho antes de que nos informaran que Casablanca había pasado “a ser ya de todos”…

El tenía no sólo todos los juguetes. Tenía también todas las más sorprendentes e imaginables herramientas. Era como si poseyera una gran navaja suiza, con instrumentos adecuados para arreglar todo lo descompuesto; para rehabilitar todo lo que pudiera encontrarse sin funcionar. Además, su generosidad aportaba el más inusual de los implementos: la capacidad para compartir, la voluntad para ofrecer y la vocación para el desprendimiento.

Nadie lo llamaba por su nombre, desde que un día, inspirándose en la serie de televisión, lo había apodado de MacGyver, el Cabezón Vallejo. Porque nuestro buen vecino tenía de todo: autos con poleas, luces alógenas y doble transmisión; “cuadrones” y motos acuáticas; aparatos para medir la latitud e instrumentos para calcular alturas y distancias; en fin, todo cuanto estuviera en capacidad de seducir y de despertar la escondida curiosidad infantil que nunca perdemos. El había descubierto muy temprano que la vida no es sino un permanente acto de resistencia por nunca dejar de ser muchachos. Ya lo había dicho Lewis Carroll: “No somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse!”

Esa tarde decidí dejarme contagiar por su entusiasmo. Acogiendo su invitación, me dispuse a conjugar el verbo que antes sólo había sido sustantivo. Y… opté también por “MacGyverizarme”. Me dejé embrujar por su convocatoria para ir a esquiar en su moto acuática; asunto que hasta mis entonces cuarenta años, jamás lo había intentado todavía. Qué tenía que perder? Cómo decirle “no” al campeón de la novelería, al dueño de todos los juguetes, al poseedor de todos los recursos, al más entusiasta y optimista de todos los vecinos? Cómo dejar pasar una oportunidad para la vivencia y para lo nuevo; si, de por medio estaba su espíritu desbordante, listo para compartir sus diversos y curiosos implementos?

El sol amenazaba ya con ocultarse aquella tarde. Las olas acariciaban con sus alamares de espuma, mientras los últimos bañistas disfrutaban los rezagados fervores de una jornada de playa. Montados los dos, en su cabalgante vehículo, MacGyver y yo, nos metimos en el mar, mientras unas nubes intimidantes iban escondiendo el disco de fuego que se iba perdiendo en el firmamento.

Pronto estuvimos lejos de la línea de costa. Y, buscando un lugar donde ejercitar nuestros deportivos empeños, nos ubicamos en una zona desde la cual se podía observar un paisaje casi inédito. Casablanca se convirtió de pronto en un escorzo de nacimiento navideño. El tranquilo emplazamiento mirado desde el mar pasaba a adquirir un paisaje irreal, una imagen de secreto privilegio. El viento se dejó influenciar entonces por la inquietud de las nubes vecinas, y empezó a subvertir la antes propincua tranquilidad del mar, provocando crestas que se fueron tornando más traviesas e inquietas, a medida que pasaba el tiempo.

En forma casi instantánea, nuestros propósitos habían cesado de relacionarse con el deseo de desplazarnos utilizando su “jet ski”; y habían pasado, mas bien, a orientar todo nuestro esfuerzo hacia un solo objetivo: mantenernos en control de este vehículo acuático que parecía, por momentos, imposible de ser dominado a pesar de nuestros renovados intentos. Tratamos de abordarlo los dos muchas veces; buscando la forma de recuperar nuestro balance para retornar a la playa, con la decisión ya tomada de postergar nuestro inicial proyecto. El mar, mientras tanto, se iba haciendo más y más avieso; más agitado, indócil y turbulento.

La noche fue apoderándose entonces del paisaje. Un caprichoso juego de luces que se encendían fue sobreponiéndose sobre el lienzo verde negruzco que iban adquiriendo las montañas; al tiempo que, los postreros fulgores del sol iban reflejándose en el espejo de la playa. Cada vez que, MacGyver o yo, procurábamos montarnos a horcajadas en el aparato, caíamos nuevamente al mar, en una constante y creciente frustración, que iba entorpeciendo nuestra intención y debilitándonos cada vez más, con la insistencia en nuestro inútil esfuerzo.

No parecía que estuviésemos tan lejos de la playa; quizás estábamos sólo a unos quinientos metros. Pero el desorden de las aguas y el efecto de estas olas encrespadas, sólo dejaba sin efecto nuestros agobiantes empeños. Intentamos remolcarnos el uno al otro, repetida y mutuamente, sólo para descubrir que un chorro de agua contaminada con el combustible de la maquina, no dejaba ver, azotaba nuestros rostros, nos impedía respirar y se iba metiendo en nuestras bocas y nuestras narices; además, la temperatura del escape de salida del motor, no permitía aproximarse tampoco a la parte trasera del inestable aparato.

Esos largos minutos nos obligaron a meditar en la inmensidad del mar y en el poder incontenible que suele esconder la naturaleza. Fueron también instantes agónicamente prolongados para reflexionar en nuestras pobres limitaciones humanas y en la impredecible condición de la fortuna de los hombres.

A medida que la noche se iba haciendo más oscura, el mar se iba convirtiendo en más encrespado y tenebroso. Una suerte de complaciente y resignado pánico empezó a apoderarse de nosotros. Otras luces fueron encendiéndose en la ribera del mar, denunciando así la preocupación de nuestras familias por el peligro de nuestra condición ya precaria. Tratábase de la conciencia de nuestra prolongada ausencia; una conciencia a la que se sumaba la sensación de impotencia de quienes, desde allá, no podían hacer nada más que proveer una improvisada línea de luz para facilitar nuestra orientación, mientras consultaban y consideraban la posibilidad de un rescate que pudiera ser ensayado con éxito.

“Déjame en el mar, y vete a buscar ayuda” le exhorté. Habíamos advertido que uno solo de nosotros sí podía mantenerse erguido en este arisco aparato. “No, Capi”, MacGyver me amonestó. “Si te dejo solo, no te vamos a encontrar a nuestro regreso: te habrán devorado completamente los tiburones”. La respuesta había definido la gravedad del momento; y también y sin que lo advirtiera, todo el poder que puede tener la tranquilidad frente a la desazón, la solidaridad frente a un momento de desesperación en la búsqueda de la sobrevivencia. Ahí, en medio de ese océano agitado y avieso, en medio del reconocimiento de nuestro agotamiento e impotencia, la voz de estímulo de un amigo me decía: “Salimos juntos para contarlo; o nos quedaremos aquí, si fracasamos en el intento!”

No sé que fue más fuerte: el temor a los atroces y gigantes peces; o el solidario esfuerzo por superar el paradojal momento. Optamos por insistir en volver juntos de regreso. Abrazado yo al borde posterior de “jet ski”, decidí entonces soportar en el vientre la ardiente temperatura del fogoso escape; y avanzando lentamente y con el motor en una aceleración muy baja, fuimos descubriendo que ahora el vehículo iba avanzando y acortando la distancia con la playa. En medio de ese indescriptible cansancio, por fin íbamos retornando a poner pies en una tierra en la que nos esperaban con ansiedad, preocupación y afecto.

Sólo más tarde pudimos hacer un balance de la inexpresable experiencia. MacGyver y yo nos habíamos burlado esa tarde de la muerte. No lo pudimos celebrar como hubiéramos querido. Teníamos un inédito dolor en todos los músculos del cuerpo; no nos quedaban pues fuerzas en los brazos para tomarnos un trago para celebrar la vida. Además… ya nos habíamos tomado tantos y tantos salinos bocados en nuestros infructuosos intentos! Dejamos el brindis y la celebración para otro día, cuando yo podría reconocer el momento generoso que había difuminado con la fuerza de su solidaridad un casi mortal encuentro!

Chicago, Marzo de 2010
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