25 marzo 2010

Hermanito Nepomuceno!

No sé de donde saqué la idea, ni recuerdo tampoco si fue ése un capricho de adolescente o la novelería de ir a vivir en un internado. Lo cierto es que esa noche, luego de rumiar una de mis habituales inconformidades infantiles, tomé la sorprendente resolución de convertirme nada menos que en Hermano Cristiano. Sí, yo mismo, convertido, con sotana y para siempre, en hermanito de La Salle!

Y, en casa… de hábitos, ni hablar. Pues, a pesar de ese ambiente monástico y eclesial en el que nos habían criado, creo que no estaban dispuestos a permitir que a mis cortos años opte por una vocación que, sin lugar a dudas, me hubiera encumbrado a los altares! Y esto, no porque me hubieran preferido de párroco o canónigo, en lugar de humilde “lego” de La Salle, sino porque, prejuiciados como eran en casa, quizás intuían que me “habrían lavado el cerebro” para convencerme de semejante intención, los hermanitos mencionados.

Hoy, casi cincuenta años después, vuelvo a recordar ese, mi casi inminente noviciado; los preparativos que ensayé; los innumerables desacuerdos y desencuentros que propicié en la casa. Es que, se me había metido entre ceja y ceja, que eso y no otra cosa es lo que quería ser, para dedicar mi vida a las virtudes teologales. Entre las frazadas frías y las lagrimas tibias de una noche de la infancia, había tomado la decisión imprevisible de seguir las huellas de ese educador francés conocido después como San Juan Bautista de La Salle.

Luego de repetidas meditaciones y persistentes reflexiones tomé la resolución de comprometerme con los votos de pobreza, castidad y obediencia. No veía entonces, qué de difícil y austero renunciamiento podía haber en todo ello; si, al fin y al cabo, yo ya estaba familiarizado con la pobreza y la obediencia. En cuanto a eso de la castidad… Pues, todavía tenía una idea muy confusa y vaga de lo que el mundo había dado por llamar con una palabra tan pudorosa y discreta. Por esos mismos días, no entendía porqué se prefería el uso de ese extraño eufemismo para referirse a la renuncia de “los placeres mundanos”.

Fue entonces que me dí a la pertinaz tarea de buscarme un nombre religioso que fuese “solamente mío”. Tenía que ser, uno de esos apelativos poco comunes y bastante extravagantes como los que solían escoger por esos tiempos los Hermanos. Una variedad incontable de sugestivas posibilidades me coquetearon con sus encantos. Hilario, Anacleto o Ignacio; Marcial, Federico, Ildefonso o Torcuato; Clemente, Eusebio, Isidro o Buenaventura; quizás Crisóstomo, Nepomuceno y hasta Pancracio! Tenía que ser un nombre diferente y apropiado; era esa una especial oportunidad para demostrar mi resignación y mi humildad; para que entonces ya no cupiesen dudas de mis auténticos propósitos monásticos.

Es siempre probable que por largas semanas haya mantenido este litigio con la gente de la casa. Porque, no querían dar su brazo a torcer: ni la abuela, ni mis tíos, ni mis hermanos. Talvez ellos no alcanzaban a comprender cómo es que me había dejado embrujar con los encantos de una sotana negra y, lo que ellos llamaban, un “tieso baberito blanco”. O, serían quizás, pienso hoy, aquellas raras e interminables caminatas en vaivén, que los hermanos hacían después de sus comidas, justo antes de retirarse a las siestas en “clausura”, las que me habían cautivado con su secreto y misterioso llamado? Lo que está claro es que a mis tiernos doce años, yo había estado dispuesto a olvidar y obliterar hasta mi propio nombre, con tal de convertirme y transformarme en piadoso y benemérito hermano lasallano.

Pero… Así es como transcurren los episodios de la vida, los mismos que nunca parecen estar exentos de ironía... Sucedió que tan pronto como el Domingo siguiente fui a ver una película en el cine. Su titulo se refería a una de las aventuras homéricas… “Helena de Troya”, era el nombre del largometraje. En ella actuaba la mujer mas sensual, sorprendente y bella que jamás había siquiera imaginado en mi vida.

Me enamoré de golpe de su risa; enseguida me dejé cautivar por su pelo y por sus manos. Absorto y enamorado, regresé a casa a repasar sus facciones y sus gestos; a recordar sus ojos, sus pechos y sus labios. Se llamaba Rossana Podestá. Fue así como esa misma noche supe lo que “no había sido” la castidad, y tuve que poner sobre las frazadas mis inquietas y traviesas manos! Ahí, la riqueza de mi imaginación desbarató mis propósitos de pobreza; y el oscuro frenesí de la pasión me hizo desconocer el previsto “voto de obediencia” con estos nuevos, inéditos, incontrolables y furtivos arrebatos.

Hoy, que ha pasado ya el tiempo, me pregunto qué hubiera sucedido si persistía en aquellos caprichos originarios. Hubiera tenido la perseverancia para luchar contra el demonio y los enemigos de la carne? Hubiera llegado quizás, como miembro de esa congregación, a provincial o a encargado de la “procura”, que es como se llamaba la papelería en ese establecimiento de La Salle? Quizás habría llegado a catequista o a responsable de alguna sacristía, en uno de aquellos planteles lasallanos? O… quién sabe, si habría logrado llegar a oficios más encumbrados y más santos! Hoy, que por mi propia cuenta ya he descubierto lo que es la fuerza incontenible y desbordante de los instintos, pienso que pronto hubiera hallado inconveniente ese traje provisto de tantos botones y ojales, y un claustro reducido a tan menesterosos espacios.

Me pregunto además: en donde estaría hoy? Ahora y a mis años? Quizás en una humilde escuelita de El Cebollar o de La Magdalena? Quizás en Alausí o hecho cargo de algún recoleto noviciado? Quién sabe. A lo mejor ya hasta iría para santo!

Un rumor de pasos que van y vienen, como en un vaivén de callado diálogo llega a mis oídos cansados. Es una especie de ruido sordo, confuso y continuado. Es el coloquio de los hermanos antes de la siesta; son sus caminatas y paseos acostumbrados. Luego escucho el rumor de los religiosos que se apartan con sus oscuras sotanas y sus cadenciosos trancos. Percibo entonces el murmullo imperceptible de alguien que saluda y de alguien que se aleja. Es la vida monacal; con sus renuncias y sus preceptos; sus plegarias y sus rosarios…

“Alabado sea Jesucristo, Hermano Bernabé”.
“Alabado sea, Hermano Nepomuceno”. “Adiós, Hermanito Pancracio!”

Shangai, 20 de Marzo de 2010
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