20 noviembre 2010

Eso de la motivación egregia…

A veces cedo al sibilino embrujo de las frases rimbombantes; están ahí, como espantajos escondidos detrás de los portales y de pronto salen a mi encuentro (justo, como estas frasecitas que me han salido, sin siquiera proponérmelo).

Por esos casi olvidados años de mi adolescencia, una controvertida crítica literaria renovó el debate de la misión de la plástica y de la literatura; y, por extensión, el de la misión del arte moderno. Tenía la señora un apellido de esos nuevos. Recuerdo que en la escuela todos se llamaban González, Sánchez, Fernández o Rodríguez; casi todos tenían apellidos patronímicos o gentilicios; yo no sé de dónde es que fueron saliendo tantas y tantas variantes de nuevos apellidos, de dónde salieron todos esos apellidos nuevos…!

La gran controversia parece que se daba en cuanto a si era lícito que el arte se diera espontáneamente y no estuviera entregado al servicio de una ideología. Ante la proclama de “el arte por el arte”, los que sirven la rigidez almidonada de las ideologías respondían: “no, el arte por el hombre”. Hoy mismo, no sé si fue la rigidez de las ideologías o tan solo esa desinhibida hipocresía que suele ostentar la propia rigidez, la que había servido a la sazón como pretexto. Lo cierto es que, como todo lo rígido en la vida, esas ideologías se ajaron y se hicieron trizas; como los tiesos cuellos de aquellas viejas camisas que se decide almidonarlas una y otra vez, hasta que... se termina por desecharlas, por inservibles, con el paso del tiempo!

Pocos años atrás habían accedido a los debates del existencialismo, y aún a las seculares discusiones de la evolución, un par de nuevos pensadores franceses que, debo reconocer, influenciaron de alguna manera en los albores de mi personal formación: Ignace Lepp y Pierre Teilhard de Chardin. El primero había surgido con una filosofía de respuesta católica a la angustia del existencialismo; y el segundo había pergeñado una novedosa alternativa a la teoría darwiniana de la evolución. Libros de Lepp, Chardin, Mounier, Sartre y Camus convivieron con impúdica promiscuidad en el mal iluminado velador de mi confundida cabecera.

Sin tener obligación de hacerlo, ya que era mi último año de colegio, me propuse preparar una “tesis de grado” para abordar –no sin cierta candidez – mi magra e incipiente autoridad en el tratamiento de estos temas. Hoy mismo, no recuerdo ya cual pudo haber sido mi postura inicial al respecto; pero muy probablemente era una posición de conciliación, a medio camino entre la apología y la protesta. Fue así como, luego de haber subrayado la mitad de las páginas de uno de estos libros, me dí a la tarea de elaborar mi propia respuesta. Solo recuerdo dos cosas de esa oscura y tiesa carpeta: su título de referencia; y (otra frase rimbombante, al fin) la dedicatoria que inscribí en el prefacio de mi insolente propuesta.

“A mi segunda madre, Carlota Judith, forjadora de mis aspiraciones; y, a mis hermanos, motivación egregia de mis eventuales esfuerzos”. Sí, eso es lo que recuerdo con claridad hoy, en el aniversario mismo de la muerte de mis padres, cuando sin que me lo haya propuesto, me viene de pronto a la memoria, el recuerdo de ese hermoso rostro de mirada tierna y venerable, que fue el de mi abuela materna. La recuerdo a ella con toda la ilusión que puso en mi destino; a pesar de sus premuras con el dinero y de su austeridad; muy a pesar de una severidad que cuando a mí apuntaba, no tenía ningún tipo de reservas! Pero, ella fue para mí como mi segunda madre. Ella fue quien forjó y formó mi personalidad, la que me marcó un derrotero, la que me dio las armas de la persistencia y de la integridad. No, no lo tengo que callar; y lo digo sin reservas!

Con ella tuve que aprender a coser, lavar, planchar y cocinar. De ella aprendí el precio de la solidaridad con los demás; el valor de la esperanza; comprendí el daño irreparable que se puede ocasionar con la maledicencia. Ella nos trató con rigidez, amparada en una nada novedosa moral de la devoción; en un tiempo de rosarios vespertinos, cuya letanía en perfecto latín solo ella se sabía en la casa; letanía que ella interrumpía para reclamar nuestra “indevota” postura o increpar nuestras sonrisas y muecas. Hoy recuerdo sus excesivas urgencias domésticas y su obstinada austeridad; y su cálida memoria me llena de ternura al contemplar ese lejano tiempo que tantas veces lo siento yo todavía tan cerca…

Ella, que quiso más de una vez reciclar mis obsoletos zapatos deportivos, me enseñó que hay que tener cuidado cuando se confía en los demás; no porque el engaño esté instituido en nuestra naturaleza, sino porque los hombres, al igual que las circunstancias, a menudo cambiamos de tendencia. Ella me enseñó a no dejar nunca un deber para terminarlo mañana, aunque mañana lo empezase muy temprano. De ella aprendí los valores de la justicia y de la equidad; aprendí a poner las cosas en su lugar; aprendí que se puede vivir con frugalidad, pero también con dignidad; que apasionarse por las cosas de la vida, hace que la vida se haga entretenida; y que descubrirlo a tiempo, no solo que no es pecado, sino que es la más formidable forma de bienaventuranza de la que puedan disfrutar los hombres aquí en la tierra! Ese fue siempre el mensaje de ese semblante altivo y sereno, de esos sus ojos azules y melancólicos, de esa su nariz orgullosa y perfecta, de sus finísimos labios, de la total dignidad de su apostura combativa, aunque exenta de soberbia.

Una cierta tarde empezó a renguear. Ella, que sobrevivió a un leño dejado caer desde un tercer piso, sin intención, sobre su cabeza; ella que resistió a una aguja de coser que se transportó por sus venas, por culpa de alguien que la había olvidado en un delantal de escuela; no pudo sobreponerse a la voracidad de una vertiginosa metástasis y a ese tan cruel cáncer pulmonar que con sus lastimosos esputos de sangre le fue anticipando que su inevitable y prematura despedida estaba poniéndose irremediablemente cerca…

Así, una tarde de agonía, mientras caía el crepúsculo de su vida, me llamó a su lado, acarició mi brazo para decirme en silencio su postrera despedida, me miró con ternura, me dio con sus bellísimos ojos la última huella de su protección, estrechó mi mano en su postrer estertor, emitió un inaudible quejido y suspiró. Su mirada se quedó colgada en el punto más lejano e indefinido del horizonte. La última de sus lágrimas se quedó a medio camino en la limpidez de su rostro. Y yo, destrozado y compungido, estreché con unción esa mano que fue el más hermoso elogio que pudo haber tenido el trabajo; y, como el niño que todavía era, me retiré a llorar las no interrumpidas lagrimas de esa, mi segunda orfandad…

Carlota Judith Armijos Segarra, viuda de Moncayo. Déjame hoy que te tutee, aunque tus hijos solo atinaron siempre a un reverente “su merced”. Déjame que te cuente que nunca he olvidado la sabiduría de tus consejos. Te recuerdo hoy, y medito en cómo se fueron transformando mis aspiraciones; en cómo se fue metamorfoseando también “la motivación egregia de mis eventuales esfuerzos…”

Ah, casi me olvidada…! Que para qué es el arte? Que, para qué escribimos? Lo hacemos solo para ceder al impulso de la creatividad, para confesar nuestra alma solitaria y confundida. Con tan hermosos motivos, para qué queremos ya una razón, para qué precisamos de un pretexto!

Shanghai, 18 y 19 de Noviembre de 2010
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