19 noviembre 2010

Vida y milagros

Lo llaman Mister Dilip. Atiende hacia el fondo de un bazar de lencería ubicado en el guarnecido portal de la calle árabe. Su sonrisa irradia santidad; no usa los embelecos con que sorprenden y engañan sus vecinos comerciantes. Dilip es un santo moderno arrancado del menesteroso altar de la iglesia de un pueblo olvidado. Parecería que intercediera por sus clientes por la sola circunstancia de que hayan ido a visitarlo. Dilip es un hombre generoso, consagrado a hacer el bien. Es el epítome mismo de la virtud y de la bondad. Cuesta aceptar que un hombre así de bondadoso pueda vivir del comercio. Si fuera por él, no cobraría un centavo por sus manteles, tapices y pañuelos; preferiría regalarlos. El es un santo que vive para entregar la mercancía de la paz y de la sonrisa. Dilip es un ángel disfrazado de hindú que ha bajado en forma subrepticia desde el cielo!

Medito esta misma tarde en la santidad ajena mientras consumo mi recién improvisado almuerzo. Antes de comer, cierro los ojos, igual que lo suele hacer con reverencia mi hijo Agustín, y me pongo a orar en acción de gracias. Ensayo la plegaria que aprendí en Palestra, y que la cantábamos con la música de Éxodo: “Oh buen Señor, bendice nuestro pan; bendice a los que lo preparan; bendícenos Señor; y acuérdate también que hay muchos que no tienen que comer”. Caigo en cuenta, de pronto, que más que una petición por los demás, la fervorosa oración resultó, esta vez, una egoísta solicitud por mí mismo. Es que… yo mismo fui el que había preparado este humilde yantar; y el que además, pobrecito, no había tenido nada qué comer, hace tan solo un momento…!

Así descubro que vivimos muchas veces entre las trampas de la lógica y los extraños vericuetos que tiene la piedad; que en ese corredor estrecho que es la vida, todos nos vamos dando de codazos con las contradictorias paredes de la santidad y del egoísmo. La digresión me ayuda a contemplar lo magnánimo y lo perverso que puede tener la condición humana; lo egregio y lo abyecto; las alturas de la virtud y los precipicios de la concupiscencia. Aunque, en lo más auténtico y profundo de la esencia del hombre, haya siempre un lugar especial para la bondad y para la virtud, para la heroicidad y el abnegado esfuerzo.

Llegar a santo no solo requiere de una existencia ejemplar en este nuestro “valle de lagrimas”; no solo de una vida caracterizada por la renunciación propia, el amor incondicional hacia los demás, la devoción y la alabanza a Dios, el ejercicio constante de la virtud, el ejemplo bondadoso, la disposición hacia el martirio, el desapego hacia los bienes de fortuna y la propia salud. Parece que ni siquiera el testimonio de haber vencido a los sórdidos demonios de la tentación sensual es garantía para ser reconocido como santo en este loable esfuerzo. Tampoco dan patente de corso la defensa de la propia virginidad, la persistencia en el celibato o en la castidad; o similares y controvertidos métodos.

Porque para llegar a santo, hay también que probar que se ha tenido una “vida y milagros”. Es decir, hay que ponerse a la cola de un sinnúmero de otros tan o mas virtuosos que uno, que han sabido dar muestras de dedicación a una vida emparentada con la bondad y la plegaria; que no se contentaron solo con rezar, sino que supieron entregarse a los demás con intención y encomiable empeño.

Así, ésto de haber sido un santo, como el señor Dilip, no es lo único que cuenta. En esa lista de espera que recorre las cortas, pero zigzagueantes callejuelas del Vaticano, hay que tener suerte para que alguien se encargue de demostrar a los tribunales eclesiásticos de turno, que además uno ha estado haciendo milagros por el mundo; o sea, apareciéndose con ubicuidad, resucitando muertos, sanando enfermos, devolviendo fortunas perdidas, reconciliando amantes en disputa; en fin, toda esa suerte de actos de resolución de agravios y de entuertos… Como se verá, hasta para ésto de la contingente santidad se ha de contar con un padrino; porque, sin padrinos, no sirve de nada estar haciendo milagros; y mucho menos éso ya tan común y silvestre de haber sido “solamente un hombre bueno”…

Es por todo ésto, que aunque yo mismo “andaba en éso”, ya me he desanimado de una improbable ascensión a los altares. Y es que, a pesar de mis pecadillos e indiscreciones, para qué también, pero tengo por ahí una bitácora de múltiples reconocimientos y recomendaciones que testimonian de mi sacrosanto celo. Lamentablemente mis más importantes milagros al parecer no han sido publicitados con la debida ponderación. Porque “milagros” sí ha habido, y creo que muchos; aunque los demás, claro, no tengan porqué saberlo!

Cuando hablo de mis propios milagros, se me hace imposible olvidar una tarde de tertulia, junto a la arena de la playa, cuando un par de amigos trataban con futilidad de conseguir que renunciase a mi decisión de venirme a trabajar en el Asia. Tenía ya en ese entonces un hijo atendiendo una universidad americana y otros tres que esperaban su turno para, llegada su propia oportunidad, también poder hacerlo. Solo un milagro hubiera podido satisfacer esa excesiva ambición; pero, así y todo, más llegó a pesar nuestra vocación de santidad, cuando más tarde nos propusimos en este quijotesco empeño. Ahora, las muestras de aquel portentoso milagro ya están repartidas por el mundo; y yo me he quedado a las puertas de que surja un bondadoso padrino que sepa propiciar la santidad de mi causa, como la del sin par y más inédito de los santos: San Marianito Alberto!

Pero va a haber dificultades… Me he topado con que ya hay once santos en la nomina del santoral castellano que también llevan este muy común nombre de Alberto. Hay otros cuatro más que andan en la fila, o sea ya han ganado la causa previa, la de su beatificación. Me temo que no me va a servir de nada que se argumente que he sido “mártir”, porque parece que también tenía que haber sido “virgen” para que se consolidara el requerido complemento… Y yo que creía que uno podía aplicar para el derecho de subirse a los altares con solo llamarse Alberto!

San Mariano Alberto, santo de la candidez y de la esperanza, patrón de los padres y los esposos pródigos. San Alberto, virgen y mártir, rogad por nosotros! Amén.

Amsterdam, 19 de Noviembre de 2010
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