16 noviembre 2010

Entre Escila y Caribdis

He vuelto a los tiempos a la ciudad que fue mi hogar por una docena de años. Me he sentido como atraído entre esos dos monstruos amistosos pero abominables que son la gula y la codicia. Es mucho lo que ha cambiado la ciudad, ahora que los nuevos lugares de recreación y turismo se encuentran ya en la plenitud de su esperado funcionamiento. “Integrated Resorts” es el eufemismo y circunloquio con el que en Singapur se conoce a los casinos (o centros de diversión y juego), que por tantos años su estable gobierno se había resistido a sancionar.

Nadie pudo haber imaginado hace solo cinco años que estos espacios integrados habrían no solo de cumplir sus objetivos de incentivación de la economía y de diversificación de la actividad empresarial y turística; sino que terminarían transformando el paisaje de Marina Bay en el sur de la ciudad. Porque el IR de la Marina (uno de los dos que se construyeron) ha pasado ya a convertirse en el ícono emblemático de la sorprendente ciudad jardín, la antigua isla de Temasek.

Hoy, concluida la gran aventura de su edificación, los tres grandes edificios de sesenta pisos de altura ofrecen un espectáculo único y formidable. Las torres están unidas en su cúspide por una terraza-jardín que permite la más completa y panorámica vista que se pueda tener de la ciudad. Desde su incomparable puente de observación puede descubrirse que, a pesar de su sorprendente desarrollo, la ciudad-estado tiene todavía mucho por crecer, antes de convertirse en las mega-metrópolis que ya constituyen otras grandes ciudades asiáticas como Hong Kong o Shanghai. Las torres tienen una arquitectura atrevida y caprichosa: semejan la proyección triangular de las tarjetas de la baraja durante el renovado trámite de su lúdica revolución.

Hacia el septentrión de las torres, avecinándose a la bahía, una cúpula enorme esconde y cobija el más grande y sorprendente casino que haya observado jamás en mi vida. Me recuerda en forma inevitable a las mesas de juego de ruleta donde una mañana perdí hasta el ultimo centavo del dinero que me habían confiado para las compras del mercado, en la Plaza de San Blas. Aquí nadie se aglomera junto al artilugio de la fortuna; todos se sientan frente a sus respectivas pantallas en un espacio digno de un parlamento o del aula de cátedra de una moderna universidad. Allí los jugadores ejercitan el impulso de sus apuestas, sentados en cómodas poltronas que hacen más fácil el riesgo de conjugar el verbo “apostar”.

Afuera del casino, dos flamantes centros comerciales siguen la ruta ya impuesta desde hace muchos años por el espíritu emprendedor y consumista de la ciudad. Porque Singapur parece siempre estar en oferta, en venta, en “sale”. Porque, más que una ciudad de economía sorprendente, la ciudad del mítico Merlion, es una feria enorme y nunca interrumpida, un fabuloso y continuo centro comercial; un lugar para vender cualquier cosa, pero sobre todo para poner en juego y ejercicio la más frágil de las debilidades humanas: la no siempre necesaria costumbre de comprar. Pero, la ciudad renombrada en el Asia por su diversidad y abundancia culinaria, no es solo un lugar para comer y comprar; es también, y quién sabe si sobre todo, la ciudad cuya mascota mitológica y amigable, no representa solo a un león con cuerpo de sirena, sino al símbolo mismo de la codicia: el hábito de jugar.

Así, volver a Singapur se convierte en la imposible tarea de sortear el llamado de dos monstruos formidables: la gula y la codicia. Visitarla, cuando se la conoce tan bien por dentro, es como renovar un riesgoso tránsito entre Escila y Caribdis. Ahí, el tiempo y el estómago se tornan en muy cortos cuando se trata de saborear y de disfrutar de la cocina de esta formidable ciudad que domina el acceso sur a los estrechos de Malasia. La plenitud de las experiencias culinarias no se ha satisfecho si no se ha saboreado un cangrejo en salsa picante (el incomparable y famoso “chili crab”), una mantarraya en salsa de “sambal”, un pato crocante, o un pollo en “bolsita de papel”. Y esto para no mencionar a todos esos otros nombres novedosos, que al principio se hacen impronunciables, como “quey tiao”, “hokien mee”, “mee goren”, “nasi lemak”; y el único e inimitable “chicken rice”: un arroz cocinado en el caldo mismo del ave cuya delicada pechuga se ha de hacer más tarde el sacrificado renunciamiento de tenerla que devorar…

Volver a este enclave del sureste asiático, donde se ha vivido tan gratas como irrepetibles experiencias, es una oportunidad para la nostalgia, pero también para agradecer las vivencias y posibilidades que regala la ciudad. Singapur es una ciudad limpia y segura, ordenada y eficiente. Sí, alguien quizás pueda acusarla de artificial, o de poseer una democracia “diferente”; pero en Singapur es fácil observar las huellas del bienestar; es un sitio donde, a pesar de los excesos que tiene el hedonismo, se puede apreciar el espíritu comunitario, los valores de la filosofía del confusionismo o de la organización social que dejaron los ingleses. En suma, se descubre un pueblo orgulloso de su transformación y de su sorprendente desarrollo; consciente de la necesidad del trabajo, del valor del esfuerzo y del ingrediente indispensable de tener un claro sentido de comunidad.

Me despido de esta ciudad ubicada en la antípoda misma de mi patria. De un pueblo confundido con un punto minúsculo de la geografía, de una gente que tuvo la generosidad de confiar a mi cuidado la transportación de ese hombre de mirada bondadosa que es su presidente vitalicio Sellapan Ramanathan. De una nación que un día puso también en mis manos, a su hijo preferido y verdadero Padre de la Patria: el ahora venerable Lee Kuan Yew, en esa ocasión acompañado por aquella formidable mujer que fue su ahora fallecida esposa, Madame Kwa Geok Choo. Hoy la recuerdo con reverencia; y hago memoria de su discreta elegancia, de su profundo sentido de la misión de su controversial esposo; ese hombre cuya perspicacia como estadista y cuya visionaria percepción política hicieron posible que una modesta aldea costera del tercer mundo se haya convertido en la metrópolis en que se ha constituido hoy. Madame Kwa, me rescató una tarde de una incómoda tertulia con su arrogante esposo… Ella descansa hoy en la tierra de un pueblo que siempre la veneró; y al que guió con la fuerza insostenible que suele tener la bondad. Que haya paz en su tumba!

Shanghai, 17 de Noviembre de 2010
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