04 diciembre 2010

Amaneceres

Es madrugada de Domingo. Es temprano en la mañana, aunque no hay todavía claridad, todavía no amanece. Una mortecina línea de luces es todo lo que ha quedado en la ribera del río de ese sorprendente despliegue luminario que ayer bañaba de claridad la oscuridad de la noche. Un contrastante e inusitado ahorro de energía ha suplantado al exceso de los nocherniegos derroches. Un tenue, vacío e impreciso reflejo va desapareciendo en las inquietas aguas del río, mientras las primeras y tempraneras barcazas van iniciando ya sus trasiegos madrugadores. Sí, solo queda una línea de luces, cual cruel metáfora de nuestras luminosas vivencias que terminan convirtiéndose en parcos trazos de referencia, con sus descoloridos recuerdos, con su difuminados colores.

Pienso entonces en mis primeros desplazamientos aéreos internacionales. Fue un vuelo de Avianca a Caracas, que hizo escala en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, el que inició mis nutridos viajes hacia lejanos lugares. Tenía entonces solo diecisiete años e iba invitado a Venezuela, por asuntos relacionados con mis prematuras actividades como dirigente de un movimiento juvenil. Tratábase de un flamante Boeing 727 que esta aerolínea había adquirido para transportar al Papa desde Italia a Colombia. Cuando esa noche el avión aterrizó en Maiquetía, el lánguido color de las luces azules de la pista de rodaje, sería una de las imágenes que me habría de marcar con la huella de su memoria, con el paso de los años.

Solo diez meses después, un Lockheed Electra de la compañía Ecuatoriana de aviación, habría de llevarme a Miami. Era un vuelo al que llamaban “lechero”, porque venía parando en todas partes: Santiago, Lima, Guayaquil, Quito, Cali y Panamá eran sus itinerantes escalas, antes de que finalmente “topáramos ruedas” en la capital de las compras de los sudamericanos, la ciudad de Miami. Pasar por Panamá, donde éramos “invitados” a desembarcar del avión, para esperar en un terminal abierto a la intemperie y sin aire acondicionado, era una forma de recordar cómo es la vida en los trópicos; cómo hay otros climas, otros calores, otras razas, otras costumbres, otras humedades…

Dos veces seguidas utilicé esa Ecuatoriana de los cuadrimotores a turbohélice, que el anuncio de propaganda (como si eso al pasajero le importara) advertía que estaban impulsados por motores Allison. Los jets comerciales ya surcaban sus estelas y sus ruidos por el mundo; aquí el sucedáneo a la velocidad, cual yapa generosa o graciosa añadidura, era esto, inservible para los usuarios apurados, de saber que los Electras estaban equipados por los famosos y confiables motores Allison de hélice.

Hice estos viajes para cumplir con mis cursos iniciales de entrenamiento de vuelo en Flight Safety Academy, un instituto localizado en un pueblito de la costa oriental de la Florida llamado Vero Beach. Ahí, aparte de volar, no se hacía nada, nadita de nada (le juro Alicia); y si uno lo hacía, todo el mundo se terminaba enterando. Claro, sobre todo las tres únicas chicas que había en ese pueblo medio abandonado donde solo se vendían limones y naranjas; chicas, de las que todos los aviadorcitos que habíamos en la escuela, como esperando turno, y tarde o temprano, fuimos alguna vez sus fugaces enamorados... “Zero Beach” lo habían bautizado mis compañeros de internado.

Tres años después y ya convertido yo en piloto de “avionetas”, que era como entonces se conocía a los aviones pequeños, volé nuevamente a Bogotá en la cabina de un Boeing 707 de Lufthansa; ésa fue una experiencia reveladora e impresionante. Esto de que llamen así a los Douglas DC-3 o a los Twin Otters y a otros aparatos de mediano tamaño, lastimaba mis oídos y mi auto estima, por este bautizo tan injusto y lamentable; además, como si llamar “pequeños” a esos enormes avioncitos, no habría sido ya un desdén insultante, se le añadía ahora esa injuriosa afrenta de darles un género extraño y femineizante… Volar por primera vez en la cabina de mando de un gigantesco 707 Intercontinental, donde tanta gente parecía luchar con la aplicación de las reversas y parecía cumplir con alguna complicada gestión en ese atronador y traumatizante aterrizaje, me hizo crecer en la íntima sospecha de que llegar a volar algún día esas complicadas naves voladoras, “de género masculino”, estaría solo reservado a la exclusiva cofradía de la gente grande…

Pero… pasaron los años, y otros más; y el mismo piloto que una noche “tomó prestada” la revista aeronáutica que yo había dejado en mi asiento, mientras hacíamos escala en el vuelo de regreso, se habría de convertir luego en mi jefe directo en Ecuatoriana de Aviación. Ingresé a Ecuatoriana cuando estaba convertida ya en empresa estatal y era flamante poseedora de esos mismos jets que tanto me habían impresionado. Es que ahora había decidido “meterme a cosas de mayores”, asunto que me lo advirtió una mañana ese mismo superior jerárquico, cuando me comentó: “vas bien mijo, has de ser un buen piloto cuando te hagas grande”… Ah, esto de “hacerse grande”... Y pensar que se nos va la vida y no terminamos nunca de hacernos “grandes”! Por entonces no me preocupaba tanto en llegar a bueno; lo que más me apuraba era eso tan elusivo de llegar pronto a ser grande!

Ahora ya no vuelo en aviones de femenino género, ni siquiera en otros que no sean los llamados “grandes”. Lo hago en otros que, para no exagerar con el uso del adjetivo, merecen la denominación de “aviones de cabina ancha”. Son las llamadas aeronaves de “doble pasillo”. Pronto ya no volaremos ni éstos, ni los pequeños avioncillos; o sea, ni los femeninos ni los masculinos… Y cuando menos nos demos cuenta, ya no estaremos piloteando ninguno! Nos veremos en el espejo y nos seguiremos preguntando eso tan sin respuesta, eso de que cuándo mismo es que vamos un día a llegar a ser grandes…

Shanghai, 5 de Diciembre de 2010
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