07 diciembre 2010

La revancha de Montezuma

De niño fui dejando crecer mi particular convencimiento que teníamos que ocultar las lágrimas; que no se debía dejar que otros le vieran a uno llorar. No sé de dónde me salió ese extraño prejuicio; no sé siquiera si los otros, por lo menos los otros niños, también pensaban igual. Quizás no me daba cuenta todavía del valor catártico que tienen las lágrimas, de cómo ellas confirman y reafirman la condición humana, de cómo nos ayudan a sobrellevar la pérdida, el dolor, la nostalgia, la recurrente orfandad. Quizás, aún no había comprendido que sin lágrimas, no hay remisión ni hay forma de volver a empezar. Tampoco había advertido que las lágrimas son como un raro elixir divino, que se nos asigna por goteo; y no sé si, precisamente, porque tienen ese sabor tan especial…

Lo cierto es que de adulto, y ya convertido en joven padre de cuatro chiquillos, traté, a veces sin éxito, de prolongar con ellos mi persuasión; y muchas veces les exigí con absurda obstinación que si algo querían, o si algo tenían que denunciar o reclamar, antes que nada, tenían primero que calmarse y parar de llorar… No habría de darme cuenta, sino muy tarde, que este propósito (o despropósito) mío volvería con los años a morderme a veces en los glúteos y a veces en los talones! Algo así como el efecto que dicen que produce cierta comida mejicana, que luego de los placeres de la ingestión, produce serios malestares y molestias; dispepsias e insufribles retortijones. La mítica maldición de un emperador azteca que había sentido los estragos de la usurpación y del engaño; y que se vengó a punta de “jitomate” de sus barbados y cabalgantes captores.

Y es que, conmigo pasa, como ya lo he expresado en una crónica anterior, que fui poco a poco desarrollando esta inefable habilidad para ponerme a gimotear por cualquier cosa; por cualquier motivo inocuo e insignificante. Ahora lloro por cualquier asunto carente de importancia. A cada rato me voy de llanto; he perdido mi recurso aristocrático para ocultar mis lacrimógenas propensiones. Parece que ya no me importaría que los demás se dieran cuenta que soy un plebeyo de esos que otra vez se ha puesto a llorar… Me he convertido en lo que mi hermano Adrián llamaba “un cobarde estricto”; o sea, en un simple y silvestre hermafrodita. Para no andar ya con más circunloquios y remilgos: en un viejito maricón que, por cualquier cosa y sin motivo, va y se pone otra vez a llorar!

En mis tiempos de escuela, cuando los partidos de futbol y los golpes de estado se “veían” solo en la radio, había escuchado de unos sorprendentes artefactos que tenían el mágico artilugio de provocar el llanto de los demás. Se trataba de unas bombas que yo imaginaba entonces que poseían una geometría esférica, que las utilizaban cuando había “bullas”; que disponían de una trenza que servía como mecha combustible; y que, al igual que los mecanismos construidos con pólvora, explotaban cuando se las detonaba; y, como resultado, los malvados y comunistas estudiantes universitarios se ponían a llorar!

Fue así como, poco antes de yo también convertirme en malvado estudiante universitario (que nunca fui; porque malvado sí, pero universitario jamás!), habría de descubrir que las mentadas bombitas podían tener cualquier forma, menos la de una pelota coronada por un gorro turco que les impedían la libertad de rodar… Pude darme cuenta, mientras los demás vociferaban “Adelante, adelante, adelante universidad”, que las bombas más bien parecían unas latas de bebida carbonada; y, como yo mismo ya no podía aguantarme más las lagrimas, terminaba implorándoles a los otros: “Adelante, adelante, adelántense nomás!”…

En estos últimos años, me he ido dando cuenta que estas bombitas fueron adquiriendo más bien una figura antropomórfica; les fueron saliendo brazos y piernitas. En suma, fueron haciéndose de una forma definida y compleja; fueron haciéndose de facciones y gestos; y fueron adueñándose de un nombre propio. Estas nuevas bombitas saturan ahora mis espacios y mi tiempo, se han apoderado en forma aleve y artera de mis glándulas lagrimales; han absorbido la plenitud de mis pensamientos y sentimientos. No tienen mecha; han suplantado la cinta del mechero con el diminuto guion con que juntan en su familia los apellidos que los identifican. Se llaman Benjamín y Lucas Vizcaíno-Luá.

Son mis nietos. Estos son los forajidos que me han convertido en un viejito lacrimoso; son las súper eficientes bombitas lacrimógenas que no necesitan detonante; ni siquiera estar presentes, y menos aún que se les tenga que activar. Funcionan sobre todo a la distancia; solo hace falta que se les pueda recordar! Cuando las bombitas están cerca, uno se maravilla de la vida; se arrodilla en la alfombra jugando al perrito; se sienta en la yerba sin importarle que se le moje o se le manche el trasero; se pone a dibujar por horas garabatos y adefesios; se pone a empujar un necio columpio; y, no se deja ganar por el tedio al ver una noria girar, girar y girar…

A ellos les digo lo mismo que de niño me pedían: que coman toda su comida, que recen y orinen antes de acostarse, que jueguen, jueguen y jueguen. Les cuento que cuando uno ya se hace grande no siempre hay tiempo ni para jugar, ni para rezar; que nos hacemos tan necios que nos olvidamos hasta de amar; les cuento que nos vamos convirtiendo en “cobardes estrictos”, en señores circunspectos que van aprendiendo que las bombas lacrimógenas no tienen forma esférica; que, para hacer que lloremos, no necesitan explotar!

Sobre Tallinn – Estonia, 8 de Diciembre de 2010
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