03 diciembre 2010

De sonrisas y cortinajes

Hace frío en la obligada cláusula de la noche. Parece la ciudad un prematuro escorzo navideño donde la nieve todo lo ha ido manchando de blanco con su persistente derroche. En el brillo diagonal de las mojadas calles, se reflejan los inflamados faroles colorados que anuncian la presencia y disponibilidad de las mesalinas de vitrina, las cariátides animadas, las incorregibles damiselas de la noche. Es la impúdica oferta de lo callado y clandestino; la industria del goce sexual permisivo; la fábrica de las apuradas caricias sin cariño; el desinhibido comercio de los improvisados orgasmos perentorios, de los fingidos amores.

Se han apostado allí, detrás de sus escaparates cristalinos, acompañadas de una silla solitaria, de su escaso atuendo provocativo y de la mueca difuminada de su sonrisa ensayada y complaciente. Un terciopelo gastado esconde el vacío camastro de sus artificiosas contorsiones, como testigo mudo de las urgencias de sus ocasionales clientes. Ostentan, en su rostro, el gesto obvio pero impreciso de la seducción recompensada. En el oscuro mundo del intercambio de los jadeos lascivos, de los carnales placeres reprimidos, de los abreviados requiebros de la pasión retribuida, están ellas ahí para conceder el imaginario pasaporte de salida de la república de la soledad; o, simplemente para conceder la visa de entrada hacia la patria del disfrute de unos placeres sin pretexto ni reproche.

Un contradictorio contraste entre curiosidad y desdén, ayuda a mimetizar el disimulado sigilo del feligrés que acude a esta parroquia lujuriante. Es un gesto innecesario de cautela que a su vez contrasta con la gratuita exhibición de las sensuales intimidades. Es Amsterdam y sus callejuelas del fugaz disfrute. Es el llamado “distrito rojo”, verdadera zona de tolerancia, con vitrinas arrimadas a sus angostas calles. Es ésta, una zona incrustada en el ombligo mismo de la urbe; y así como las meretrices no esconden la desnudez de su carne; ella, la ciudad de los canales, tampoco oculta su permisividad ante el más antiguo de los oficios, que aquí se convierte, además, en una más de las mercantiles profesiones.

Son mujeres de todas las razas y de todos los tamaños; son semblantes de todas las apariencias y de todas las nacionalidades; son muecas seductoras para todos los gustos, que aquí ensayan estas “chicas” de todas las edades. Aprendieron la fácil conjugación del verbo cautivar, en la temprana escuela del estupro o en la tardía universidad de las no siempre inventadas necesidades. Con un insistente gesto de confianza, invitan a esconder el rubor, a superar el prejuicio o el fardo subyugador de los compromisos afectivos o las reticencias morales. La conquista de un nuevo cliente ha de clausurar de nuevo, y por breves instantes, el lienzo que antes cubría el interior de esos abiertos ventanales. Ellas van a lo suyo, a acordar un precio a cambio de las caricias ofertadas con sus recursos seductores.

Si la vitrina se constituiría en el símbolo, la callejuela sería, a su vez, uno como improvisado proscenio para representar las debilidades del hombre. Parece la rúa como un cuadro impregnado de los brochazos impulsivos de Van Gogh, y guarnecido por el marco protector de las tolerancias sociales. No son ellas las que están encerradas en su hornacina de cristal; son ellos, los forasteros, los que sufren el yugo y el cautiverio de su propia condición. Así los ven ellas, como en opuesta reversión de papeles, mientras pacientes los observan detrás de sus iluminados ventanales… Quién compra a quién; quién satisface a quién, en este confuso mercadeo de urgentes requerimientos, de inusitadas necesidades? Abrigo la sospecha que ellas están ahí, no porque estén obligadas a hacerlo, sino porque disfrutan del encuentro furtivo y están satisfechas con lo que hacen…

Como todos en la vida, su realidad personal no está definida por sus ajenas y despreciadas profesiones. Aunque simulen su encierro en el jugueteo holgazán, son también mujeres de carne y hueso; sujetas a las exigencias de la realización familiar; a los impulsos por proteger y compartir; por hacer feliz a alguien más; por dar solución a sus problemas y solventar sus propósitos individuales. Son mujeres sujetas a la alegría o al llamado de la ilusión; al tedio transeúnte o a la cotidiana obligación de arreglar una alcoba o preparar un guiso para alguien.

La nieve ha vuelto a soplar su blancura pertinaz; de pronto, me recuerda que la palabra promesa se avecina a la de promiscuidad; que la palabra propósito se encuentra cercana a la de propincuidad… todo, en la misma página de ese pesado diccionario que es el de los preceptos morales! Les devuelvo entonces la mueca cómplice de mi distendida connivencia, mientras un inquieto mancebo revisa el contenido de su faltriquera y decidido él, a probar inéditos placeres, se asegura de la indiferencia de la gente, cruza la calleja y se encierra detrás de los pesados velos de esas cortinas que, al igual que las comisuras de los labios de aquellas coquetas y livianas sonrisas, pocas veces se cierran y muy a menudo se abren...

Es hora de seguir mi camino; de dejar que cada cual atienda los menesteres de su acordado y travieso maridaje. Prosigo, mientras voy sintiendo la persistencia intermitente de esas seductoras provocaciones. Decido, entonces, ya no regresar a mirar, mientras voy sintiendo que esas sonrisas van quedando atrás, igual que los rojos faroles, colgadas al borde impreciso de la resbalosa e indiscreta calle!

Amsterdam, 3 de Diciembre de 2010
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario