16 diciembre 2010

Memorias y desmemorias

A menudo mis reflexiones apuntan hacia un elogio de la memoria; es decir, hacia la capacidad que tenemos para recordar. Estoy convencido que la memoria es uno de los principales atributos de la condición humana; podría decirse que existimos y nos realizamos en la medida que podemos ejercer con plenitud esa característica tan humana que es la de la memoria. El hombre es un animal que recuerda; y es justamente porque él recuerda, que está también en condición de poder decir, de poder reír, de poder llorar. Recuerdo luego existo. Puesto en perspectiva: sin recuerdos no hay historia y sin historia tampoco hay identidad.

Cuando escribo, por ejemplo, mi punto de sustento es el de los recuerdos. No hay nada que más nos entristezca que perder la memoria acerca de una situación o de un acontecimiento especial. Justamente una de las características más crueles del mal de Alzheimer, que es como también se llama a la arterioesclerosis, es esa aguda y lacerante propensión a olvidar: la incapacidad de identificar y raciocinar. Con esta dolorosa enfermedad, el recuerdo, es decir la experiencia de lo vivido y que ha desaparecido de la memoria, ya no se encuentra ahí para relacionar esas experiencias con nuestra existencia.

En lo personal, tengo una tendencia muy espontánea para relacionar las situaciones cotidianas y las vivencias de la existencia con los recuerdos del pasado. En ese sentido, puedo expresar que “vivo más de una vez” los hechos que protagonicé o de los que fui alguna vez su testigo; claro, con el beneficio y la ventaja que se contienen en la retrospección. Es a través de la memoria que se nos concede la opción de auto-juzgarnos, de sacar lecciones, de hacernos propósitos para no cometer de nuevo el mismo error. Somos cuerdos mientras ponemos en práctica nuestra capacidad de juicio; y solo enjuiciamos con lucidez cuando podemos recordar con plenitud y objetividad.

Por esto es que quizás, en algún período lejano de la historia, los hombres creían que el pasado no estaba a nuestras espaldas; sino que estaba más bien frente a nuestros ojos. El pasado, así entendido, estaba adelante nuestro, porque era con nuestra memoria que lo podíamos contemplar. Lo que estaba a nuestras espaldas era entonces el futuro, el porvenir (lo por venir); y era por eso que no sabíamos qué nos tenía deparado el destino; y, era por ello que no estábamos en capacidad de poderlo anticipar… Asunto este asaz contradictorio: el de tener que vivir como espectadores del pasado y dando también las espaldas al porvenir…

Pero es en el día a día; en la experiencia de las cosas sencillas de la vida, cuando nos define una característica que es tan humana como la misma memoria: la tendencia a olvidar. Esta desmemoria o “antimemoria”, como alguien ya la llamó, se constituye en uno de los mayores defectos y limitaciones de la condición humana; nos lleva a cometer errores, a producir y a soportar accidentes; nos enfrenta a situaciones lamentables y engorrosas. Y todo porque hemos dejado algo olvidado; o porque no recordamos donde algo pusimos; o no relacionamos una situación importante; o, porque pasamos por alto un compromiso del que dependía nuestra tranquilidad o propia realización. El olvido es la más utilizada de las excusas; y, a la vez, la más frecuente. Decimos: me olvidé! Se me pasó!

Por ello quizás, los humanos hemos inventado recursos para manejar y mitigar, de alguna manera, los efectos y consecuencias lamentables de la desmemoria. Intuyo que algunos inventos han surgido, más como una respuesta práctica a esas grietas de la memoria, que como un giro adicional de esa rueda que nunca está estática, que es la de los avances de la civilización. Algunos de estos inventos hoy serían imprescindibles, como son el calendario o el reloj.

Las diferentes disciplinas de la cultura buscaron siempre nuevas herramientas y métodos para combatir los penosos, y a veces trágicos, efectos de olvidarnos de hacer las cosas. Así es como hemos inventado los “memoranda” (plural latino de memorándum), o ayuda – memorias, los procedimientos, los protocolos, las secuencias para realizar acciones y para desarrollar el adecuado funcionamiento de las cosas. Todos estos no son sino instrumentos o recursos para recordar; o dicho de manera más exacta: son acciones provistas para evitar la posibilidad de olvidar. Sería imposible concebir las actividades humanas sin recurrir a los elementos en los que se apoya y sustenta la memoria; como sucede con los procedimientos administrativos o con las instancias jurídicas; como pasa con las intervenciones quirúrgicas o con las modernas tareas aeronáuticas.

La modernidad nos ha regalado la fotografía, la grabación magnetofónica, el cinematógrafo, el Internet, como herramientas para combatir la desmemoria; y, sobre todo, para potenciar la siempre restringida capacidad de recordar. Por eso es que quizás la vida moderna parezca mas fácil o complicada (dependiendo del ángulo desde donde se mire el influjo de estas ayudas o recursos a favor de la memoria); y, por eso también es probable que estemos expuestos a esta especie de doble sino; de bendición y de maleficio; de virtud y de condena, que nos hace vivir la existencia con una mayor intensidad.

Tal parece que la vida de los hombres, al igual que pasa con el funcionamiento de los ordenadores, se irá haciendo más compleja a medida que dispongamos de un mayor grado de memoria; pero también habrá de otorgarnos una mejor calidad de vida y una mayor facilidad para vivir. El bienestar ha pasado a depender de nuestra capacidad de memoria y de que esa memoria pueda “procesar” con una más alta velocidad. Así, la memoria de la que disponemos individualmente puede llegar a convertirse en una gran limitación, pero también en una infinita y siempre mejorable capacidad. Una contradicción que ya no se puede olvidar!

Quito, 15 de Diciembre de 2010
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