19 febrero 2011

De cuervos e ingratitudes

No se porqué será: siempre que hablo de la zorra termino acordándome del cuervo! No sé porqué, si la verdad sea dicha, no existe relación ni analogía… Quizás sea que me acuerde de las fábulas de Esopo o de La Fontaine, que alguna vez escuché en la escuela; o quizás sea el influjo subliminal de todas esas historietas que, a manera de “trailers” se nos entregaba en el prólogo de esas “vermouth” de domingo que, con el ardid del “dos con un boleto” nos atrajeron para justificar la diversión más preponderante del fin de semana, por esos mismos tiempos. O, alternativamente, pienso yo, sería la repetición de esos dibujos animados que fueron el plato fuerte de nuestros primeros goces televisivos, en los días en que el televisor adornaba la sala de nuestras casas…
Lo cierto es que, de pronto, se me ha dado también por hablar de cuervos… Sobre todo porque, al averiguar cuál es la diferencia que en inglés existe entre “crow” y “raven”, me he topado con dos grandes realidades: que el último es realmente todo un cuervo y que el primero es solo un cuervito; y, lo que es más importante, que en mi tierra no sabemos lo que realmente es un verdadero cuervo. La verdad es que hablamos y hablamos de cuervos, pero nunca los hemos visto y, por lo mismo, jamás hemos tenido real oportunidad de conocerlos. La última vez que estuve en Pichincha alguien vio un pequeño mirlo y me dijo, a pesar de su amarillo pico, que lo que habíamos visto era realmente un cuervo!
Asimismo, un día, paseando por Lisboa, unos amigos españoles me hicieron caer en cuenta que las palomas habían empezado a degenerar su especie; me decían que comen ahora tanto alimento preparado, que han empezado a evolucionar en una especie cercana más bien a las gallinas. Y ése es, más o menos, el tamaño que estamos persuadidos que les caracteriza a los cuervos: el mismo de las palomas; con la sola diferencia y circunstancia que los cuervitos que conocemos, o que alguna vez hemos visto, no escapan a esa inveterada y obtusa costumbre de revolotear la basura, hurgar y rebuscar en los paquetes de desperdicios, en busca constante de cualquier forma material que pudiese tener algún sabor o alimento.
Pero no, los cuervos no son pajarracos pequeños. Quienes hemos tenido la oportunidad de conocer otros barrios ajenos, sabemos que son unas aves enormes; de negro plumaje como la pizarra; que –es curioso- andan casi siempre en parejas. Con sus hirsutas plumas, dan la torpe apariencia de ser gallinas desarregladas; aunque con un pico muy grande, demoledor y enérgico. Exudan una agresiva sagacidad. Nada tienen que ver, con ellos, los pajaritos avispados que hemos visto en las tiras cómicas, que nos enseñaron en la tele, o que nos entregaron las fábulas y los cuentos. Nunca había visto yo cuervos más ominosos y grandes, y en apariencia tan amenazantes, como los que he descubierto en Alaska, por ejemplo. Comparados con estas agoreras gallinas negras, resultan como inofensivos gorrioncitos los que nos entregaban aquellos cuentos!
También he visto unos cuervos enormes, pero un tanto más domesticados; viven en otras latitudes, los vi por vez primera en Australia; parecen menos ofensivos y visten un uniforme similar al del Newcastle United de Inglaterra; los llaman “magpies” o urracas. Parece que se han sustraído el uniforme de los pingüinos; pero, se trata solo de otra clase de cuervo. Sugiero que no han de ser ni estas urracas, ni los inocuos cuervitos, los que han dado pábulo a una de las advertencias más clásicas de nuestro idioma, aquella que enuncia: “Cría cuervos y te sacaran los ojos!”. Ésta, respecto a la eventual ingratitud, viene a constituirse en muy grave admonición y en muy severa advertencia.
Es que, cuando los cuervos se comportan como verdaderos cuervos, no escatiman residuo ni piltrafa, cualquiera sea el grado de descomposición de su presa. Su sistema digestivo no hace discrimen entre frutos frescos e inmundos restos de carroña negra. Ellos no están con remilgos. Solo es en las fábulas que los cuervos ceden al adulo y descuidan de su presa! Por algo, el significado que encuentro en el diccionario, hace más justicia a su tamaño y los define con más certeza: “Pájaro carnívoro, mayor que la paloma, de plumaje negro con visos pavonados, pico cónico, grueso y más largo que la cabeza, tarsos fuertes, alas de un metro de envergadura, con las mayores remeras en medio, y cola de contorno redondeado”. No, no se trata de un mirlito grande; y no le hace falta ni astucia ni inteligencia, para que por su talante se lo eluda, se lo respete y se lo tema!
Al mencionar la sentencia anterior, aquella de “la cría de cuervos”, he caído en cuenta que los humanos cedemos con frecuencia al agravio de la ingratitud. No caemos en cuenta que cuando fermentamos rencores y resentimientos, no cedemos paso en nuestros corazones, al espacio que requieren frescos, nuevos y generosos sentimientos. Los orientales tienen una costumbre maravillosa cada año nuevo lunar: reordenan, revisan y clasifican todos los bártulos y adefesios que contienen sus veladores, armarios y cajones; se desprenden de todo aquello que ya no usan; aun todo aquello que habían conservado “por si acaso” pudieran necesitar en el futuro. Están persuadidos que solo obtendrán objetos más afortunados y valiosos, si reservan esos desperdiciados espacios, ocupados con cosas inservibles, para flamantes, mejores y más atractivos objetos. Es su sabia y secular manera de dar la bienvenida a la fortuna…
Sospecho que con las relaciones y sentimientos podría suceder algo similar: que habría que dejar espacio para poder acoger nuevos y más nobles sentimientos!
Anchorage, 19 de Febrero de 2011

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