22 febrero 2011

Y se llamaba José Aymacaña

A veces descubro que las palabras tienen un distinto significado; tras una breve búsqueda para satisfacer mi curiosidad, a menudo encuentro que el uso o la indirecta implicación fue otorgándoles una equivalencia distinta, apartada de su raíz etimológica; y muchas veces del valor mismo de su original intención. Este es quizás uno de los beneficios que ofrece la lectura: la posibilidad de encontrar, sin proponérnoslo, el término que engloba al concepto original; la palabra que traduce la inicial proposición. Así descubro, por ejemplo, que apocalipsis no quiere decir cataclismo o desastre, sino: revelación. Y esto, en sí mismo, no deja de ser una epifanía; o sea, también, una enriquecedora y grata revelación…

Asimismo, hay palabras que nos dicen cosas, que nos traen recuerdos, que definen nuestras experiencias; pero que, por sí solas, carecen de un intrínseco significado. Esto me pasa, por ejemplo, con los nombres del presente título; que más que nombres propios tienen que ver con un rótulo que alguna vez encontramos, con uno de mis hijos, en el inquieto mercado de un transitado pueblo de la serranía. Es éste un pequeño pueblito, donde existe una Virgen a quien no he cumplido una promesa; en fin, una Virgen cuya estatua se atribuye al escultor toledano Diego de Robles, al igual que las de aquellas otras que se encuentran en Guápulo y en El Cisne. Me refiero al pueblito de El Quinche, caracterizado por su celeste y emblemática iglesia, en donde todos los días se congrega la gente sufrida y humilde, para entregar a su patrona sus angustias y problemas; y encargarle a esa dulce madre su rápido arreglo y solución…

Y no fue por devoción o por afán de romería que fuimos con Felipe al Quinche esa mañana; fuimos a recoger un pequeño lechón que nos había ofrecido un amigo, como regalo para su primera comunión. Pasamos por el mercado, para adquirir un costal que nos sirviera para transportar al cerdito, del cual solo sabíamos que su pedigrí no era de ordinaria condición. Fue ahí que vimos el nombre escrito con letras azules en un latón blanco de tol repujado. “José Aymacaña” decía la placa, anunciando así el nombre del orgulloso propietario de aquel puesto de legumbres, en la plaza de comercio de la pintoresca población.

Nos gustó el nombre desde el principio; o lo que es más probable: al nombre le gustamos nosotros! Tenían esas dos palabras una riqueza natural y propia; denunciaban, con solo pronunciarlas, su naturaleza indígena y su carpintera devoción. Así es como bautizamos al chancho antes de conocerlo. Nos gustó el apelativo por sencillo y diferente. Ahora, a un animal con importado abolengo, le habíamos conseguido un humilde nombre autóctono para resaltar su porcina condición. Pusimos entonces al nombre dentro del saco de yute y nos fuimos a buscar el chanchito, a recoger con entusiasmo la prometida adquisición!

No se trataba de un lechón cualquiera; era una de las más nuevas y robustas crías que había proporcionado una reciente y costosa importación. Felipe no dudó al escoger su animalito; se le había acercado el chanchito sin recelo cuando llegamos a recogerlo y, con dicho gesto, él no demoró en tomar su decisión. No recuerdo ni la raza, ni el tamaño, ni el color del marranito; pero, a partir de ese singular momento, Felipe pasó a tomar muy en serio su flamante relación. Lo que él no sabía es que no nos lo llevábamos de esa finca como mascota: lo llevábamos a casa como víctima propiciatoria. Iba a convertirse en exquisito hornado en la víspera misma de su primera comunión!

Así es como nacen y crecen los afectos; y éste se enriqueció con el transcurso de esa sola semana. El cerdito pasó a ser el centro de las atenciones del muchacho; y ya no importaban los estragos y destrozos que a cada rato causaba el huésped en las flores del jardín. De pronto, empezó a sentirse que en casa, se desaparecían los alimentos preparados en la cocina, se esfumaban los víveres de la alacena; y era que, entre rapaz y chanchito, se había ido produciendo una mutua simpatía; y “la alimentación del José”, había pasado a ser para mi hijo, su más importante y misionera obligación… Era que el animalito, que nos habían obsequiado para ser algún día faenado, había adquirido carta de ciudadanía en la patria generosa de una infantil ilusión!

Entonces llegó el día anterior al de la esperada celebración. Dicen que nadie muere la víspera; pero, en este caso, ése era el presupuesto, ése era el destino que ya estaba trazado para que se convirtiese en lechoncito horneado aquella ingenua adquisición. Estaba escrito que sería sacrificado en la víspera; y así fue como un ayudante fue contratado para encargarse de la cruenta operación. Lo que nadie había imaginado es que entre José y Felipe se había ido forjando una cierta dependencia que, con juguetona ironía, venía a alterar toda previsión…

Tengo desde ese día una deuda con los sentimientos de mi hijo, quien nunca comprendió, porqué nunca le explicaron que habrían de inmolar a su mascota, un triste día de fin de semana, solo para satisfacer una dominguera invitación!

Chicago, 21 de Febrero de 2011
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1 comentario:

  1. Uuun bueeeeeen itinerario!!!
    Definitivamente son los recuerdos los que le hacen llorar de la risa desde adentro!! Este debera tener un segundo capitulo!!

    Sebas

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