17 febrero 2011

La zorra en el corral (fábula)

Érase una vez una zorra sabida, coquetona y sagaz. Había insistido e insistido; hasta que al fin consiguió su malévolo y ansiado propósito: que le dejaran entrar en el corral. Una tarde había pasado por allí y había alcanzado a escuchar un quejido desesperado: “Los pollitos dicen pío, pío, pío, cuando tienen hambre cuando tienen frío”. Desde entonces, había usado todos los recursos de embuste de los que disponía. Dijo que no trataría de aprovecharse de los pollos y de las gallinas como antes ya lo habían hecho, tantas y tantas otras zorras; que su ilusión era organizar el corral para que las gallinitas obtuvieran todos los días su alimento y vivieran felices; que les ayudaría a protegerse contra otros malévolos y aviesos animales que afuera acechaban o ya se habían infiltrado en el corral.

Cuando la zorra descubrió el tranquilo gallinero, empezó por persuadir a unas cuantas gallinitas ambiciosas y a unos cuantos “pollíticos” ingenuos; les había prometido que con su presencia cambiarían los asuntos del corral; que ya no sucedería como antes, cuando otros gallitos inescrupulosos y vanidosos habían creado discrímenes entre las ciento cuarenta aves que había en el gallinero. Les convenció que con la elaboración de unas nuevas y más claras reglas, el paraíso iba a ser menos apetecible y feliz que ese plantel terrenal; que todas las gallinas empezarían a poner, de golpe, más grandes y hermosos huevos. Era una promesa inédita. El corral del kilómetro veintiuno iba a experimentar un revolucionario y revolucionador experimento. “El corral ya es de todos”, proclamaban los pollitos, sin disimular su ansiosa esperanza, sin esconder su alegría y postergado ideal!

Charló y charló tanto la zorra hasta que, entonces y de repente, la dejaron entrar. Los pollitos vieron como un buen día, llegó la zorra con otros zorros y zorritos astutos y vivaces. Ellos habían aprendido el mismo discurso y decían que venían a poner orden en el huerto, para preocuparse del bienestar de todos y regalar una nueva forma de felicidad. Los advenedizos dijeron que había que cambiar las normas, que había que hacer un nuevo reglamento, porque así se conseguiría, como por arte de magia, la inevitable felicidad general. Las gallinas y los pollitos se creyeron; y ya estaban felices, solo de escuchar la promesa que les hacían: que les darían acceso a la dicha y al progreso incontenible del corral.

Pasaron los días y la zorra empezó a manifestarse prepotente; le molestaba que algún gallito opinara diferente; lo perseguía por los corredores de la granja , le ponía zancadillas y le acosaba con la ayuda de la mayoría de los pollitos que, habiendo recibido tanto adulo y ofrecimiento, estaban convencidos de la dicha sin límites que se avecinaba al destino del corral. Poco a poco la zorra empezó a enseñar las uñas y los dientes; y con uno u otro motivo dejaba que sus amigos se comieran los huevos frescos; y aun que se dispusieran de los pocos bebederos que antes se habían construido en el corral. Las aves empezaron a sentirse como “gallinas en corral ajeno”. Una especie de confusa condición se empezó a sentir en la granja, cuando las gallinas y los pollitos fueron descubriendo que no podían opinar en forma diferente y que no podían pasar, como lo habían hecho siempre, a otros diferentes bebederos que había en distintos rincones del corral.

Fue cuando la zorra empezó a manifestar sus escondidas tendencias; ya no le gustaba que nadie le señalara sus errores o que le hiciera reclamos; se hizo cada vez más intolerante, se burlaba de los gallos y de las gallinas; les ponía apodos y les decía que si usaban un comedero, ya no podían pasarse a ningún otro; que el corredor donde había mejor afrecho era solo para sus amigos, los que habían venido antes para salvar y rescatar al gallinero. Un descontento sordo pero creciente se fue apoderando de los pollitos. El malestar llegó a exacerbarse cuando los pollos advirtieron que la zorra quería seguir cambiando las reglas que ella mismo había escrito por su cuenta, para así crear el caos en el lugar.

Un día la zorra se alocó; propuso que no todos los pollitos podrían comer su propio maíz y afrecho, que solo ella tenía derecho a decirles qué era lo mejor para su tranquilidad y sustento. Les dijo que iba a efectuar una encuesta para que resolvieran si estaba bien que solo ella podría saltarse por encima de las cercas que separaban los corredores; y aun desbaratarlas, para eliminar así a los gallos revoltosos que iban manifestando su intranquilo malestar. Entonces, los pollos se fueron haciendo escépticos y suspicaces; sobre todo cuando descubrieron, al leer el folleto en que estaba escrita la artificiosa encuesta, que, les iban a prohibir que asistieran a las corridas de hormigas culonas y aun a las ocasionales peleas boxísticas que estaban permitidas entre ellos. No, no es posible, murmuraron. Qué se ha creído la zorra atolondrada y vivaracha!

Entonces, rápidamente, los gallos, las gallinas y los pollitos se organizaron. Todo empezó como un oscuro e incierto rumor, notitas con clave se pasaban entre ellos, se escribían mensajes en las plumas caídas, se alteraba el canto matutino con letras y melodías que escondían un recado secreto. Así, un buen día, las aves del corral salieron de sus bebederos, se juntaron para defenderse e hicieron retumbar la granja con sus cantos de combate: “Los pollos unidos, jamás serán vencidos!”; “Adelante, adelante, adelante Gallinidad; que en el tiempo y el espacio tu nombre sonará. Gallinidad, Gallinidad Central!”; “ Y el gallo no se ahueva, carajo!”. “Gallo pelón, revolución!” Y así, sugestivas proclamas por ese estilo…

Armados entonces de valor, los pollos se decidieron a ir a reclamarle a la zorra; estaban dispuestos a enfrentarse con ella y a expulsarla del gallinero. Tal fue la emoción ese día que, envalentonados por la inusitada solidaridad de las otras gallináceas, redescubrieron sus valores gregarios y su avasalladora fuerza; y al enfrentarse a la despótica y veleidosa zorra se decidieron a desconocer su espuria autoridad. Convencidos otra vez de sus derechos, en forma ciega y al unísono, optaron por perseguirla; se pusieron a picotearle a la falsa profetiza y también a la corte de sus camaradas abusivos. Una estela de sangre se regó de pronto por el corral. Entonces, la granja izó los estandartes de la fiesta. Habían recuperado los pollos su esquiva libertad! Ahí el himno de las aves se convirtió en potente y atronador. Cual un rugido telúrico se lo escuchaba por todas partes: Los pollos unidos jamás serán vencidos! Los pollos unidos jamás serán vencidos!

Y colorín, colorado, que este cuento se ha acabado…

Chicago, 17 de Febrero de 2011
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