18 febrero 2012

El principio del fin

Es mentira que los cuentos escritos para los niños sean “puro cuento”. Y parece que sería también mentira que hayan sido escritos para que solo los lean los niños. Porque es tal el mensaje moral que los cuentos infantiles encierran, que parecería que esas historias son más bien parte de un recado misterioso y secreto, de una comisión reservada y oculta, cuyo significado escapa a nuestra intuición, a la natural suspicacia de la que son capaces nuestras ideas, creencias y prejuicios. 

Así, cuentos como aquel de la “Caperucita roja”, parecen encerrar un travieso mensaje esotérico y subrepticio. Por ello parecería que el único secreto necesario para poder interpretarlos, es dejar el alma abierta, en una cándida mezcla de ingenuidad y de ilusión, para solo así podernos adentrar en su designio cifrado y sibilino. Solo así, ya embrujados por la contradicción de su trama, podremos alcanzar a aprehender la magia de su enigmático e insondable sentido. Entonces, como cuando descubrimos que lo que buscábamos lo teníamos en el cuenco de la mano, habremos de pasar a advertir que ellos no se trataban de cuentos para los niños, sino que eran misivas disimuladas que contenían un esbozo metafísico. 

Lo que sucede es que pronto, muy pronto, nos habíamos cansado de repetir la escucha de tales cuentos, quizás porque nos habíamos olvidado de ver un poco más allá de su simple contenido, o quizás porque si hay algo sorprendente en la naturaleza humana es aquella animadversión nuestra ante la admonición o ante la advertencia. El cuento de la chiquilina que transporta la cesta de frutas a la abuela, no es solo la historia de la doncellita que no advierte los peligros escondidos en el bosque; tampoco es solamente la fábula de la muchacha candorosa que no cae en cuenta de la insólita transformación que sufre su abuela. Porque la sencilla parábola solo se convierte en conseja existencial cuando nos entrega la lección de su menospreciado desenlace; cuando los humildes leñadores, sorprenden al embozado lobo, parten su vientre y lo repletan de guijarros y de piedras… 

Es curioso advertir que los hombres, al igual que las instituciones, como que parecería que se fueran acostumbrando a la arbitrariedad y al abuso; como que fueran subestimando el desprecio ajeno hacia los valores, como si eso solo se tratase de un simple “signo de los tiempos”, de uno más de los vaivenes históricos de la sociedad, de las “circunstancias que vienen con los tiempos” y sus absurdas exigencias. Pero, no! Hay momentos en la vida de las instituciones que el vaso de la tolerancia se colma, cuando ya no se puede transigir ante un nuevo gesto, ante un solo abuso más. Es allí cuando los puños se cierran y se levantan; cuando las voluntades y los espíritus se crispan; es allí cuando las verdaderas revoluciones se disparan, cuando caen los tiranos y los pueblos los arrastran; cuando las masas enardecidas salen a las calles y repiten: “basta” y “nunca más”! 

Los déspotas atrabiliarios no caen en cuenta que con sus repetidos abusos y caprichos, son ellos mismos los que van sembrando el principio de su propio final. Y, al igual, que con el feroz animal del cuento, terminan con las entrañas expuestas y embutidas de una materia que no les permitirá levantarse nunca, nunca más. Parecería que a nadie ya le importaría la suerte de la bondadosa abuelita, sino tan solo el soterramiento permanente del cernícalo criminal! 

Casablanca, febrero 18 de 2012


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