09 febrero 2012

Pucha, diantre!

Quizás no haya sido la frase preferida de la abuela, pero siempre que la escucho, la sola mención de sus breves palabras me dirigen de forma inevitable a su memoria. Solo cuando me dí a esa manía de hurgar por el origen de las palabras y de las expresiones –tarea que, al contrario de lo que se pueda sugerir, regala inagotables satisfacciones y beneficios-, habría de descubrir que “pucha” era un eufemismo con el que se disimulaba el término con que se designaba a “la profesión más antigua de la tierra”; y que “diantre” era solo un léxico antiguo con el que se identificaba a un ángel mítico e irreverente, a un ser engreído, maligno y revoltoso, mejor conocido como Luzbel o Lucifer, y que apestaba a cloaca y a azufre, y que era poseedor de la hediondez que solo podría tener el mismísimo demonio!

Eran tiempos de una ciudad que poco se ensuciaba, porque la gente no botaba nada en las calles –no por cultura, sino por vergüenza, lo que antes se dio en llamar “respeto humano”-. Inclusive, si algún desperdicio o muestra de detrito se encontraba, alguien con ánimo comunitario y comedido lo recogía o lo limpiaba; o si no, simplemente vendrían después las lluvias y harían su trabajo. Sin embargo, este no era el caso de los sectores avecinados a los pocos mercados públicos que entonces existían, donde la tardía recolección de basura hacía que los fermentados residuos de la escoria vegetal se apiñaran junto a otros pestilentes deshechos orgánicos. Era entonces cuando la abuela hacía un gesto despectivo y lanzaba un disimulado “pucha, diantre!”, y nos urgía a que aceleráramos el paso.

Hoy, esos fétidos humores ya casi no existen; solo nos queda el recuerdo de que fueron privativos de esos descuidados mercados. Existen sin embargo, ahora, interminables situaciones que se han ido convirtiendo en cotidianas y que poco a poco se han ido enquistando como que fuesen tolerables -y quizás como normales-, dentro de una estructura jurídica que aspiraba a reconocerse como democrática. En ellas campean, fétidos, el atropello, el abuso y la impudicia; y hacen dudar que esa haya sido la democracia que aspirábamos a construir; y sugieren, más bien, que es una forma de tiranía la que se ha ido estructurando. Resultan tan evidentes el cinismo, el impudor y el atropello a la instancia legal, que parecería que se ha interrumpido el estado de derecho; y que lo que se vive es solo una parodia que, con su mal disimulado autoritarismo, ha perdido las características en que debe sustentarse un auténtico estado democrático.

De ahí que surjan esos olores que hoy provocan malestar y producen pestilencia; que aunque nos hemos tardado en reconocerlos y la sociedad se ha demorado en identificarlos, van pervirtiendo a su paso todos los resquicios del convivir comunitario. Porque hoy la institucionalidad se ha ido convirtiendo en algo maloliente e infecto, en algo viciado y nauseabundo, en algo tan hediondo y repugnante que solo atinamos a repetir la mueca despreciativa de la abuela y a expresar con un callado “pucha, diantre” el aturdimiento de nuestra frustración: nuestra angustia frente a esos fétidos olores que por doquier se han ido presentando!

Quito, 9 de febrero de 2011
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