09 abril 2012

Aquel gallito de Semana Santa

Siento a veces esa sensación de haberme descuidado (se dice “procastinar” en inglés, o sea: haber dejado para más tarde lo que ya podía haberse hecho), esa misma y extraña percepción de que me habría contentado con postergar una tarea que pude haber terminado y concluido si me hubiese comprometido con un ligero propósito y hubiese satisfecho su realización con la sola dedicación de un pequeño esfuerzo… Y entonces es que recuerdo esos inacabados deberes de una lejana Pascua de Resurrección cuando, seguro de que los podría completar en la parte final de aquel fin de semana, habría de prolongar mi innecesaria angustia infantil hasta los absurdos límites de un insólito desasosiego.

Era ya muy tarde aquel domingo, vísperas del día que estaba designado para la entrega de esas obligadas tareas. Y yo, apurado ya por la caída de la noche, por los trabajos todavía pendientes y por esa confusa excitación que produce la conciencia de la negligencia, había tratado de registrar las impresiones que me había dejado aquella procesión de Semana Santa para plasmarlas en la redacción que se nos había encargado referente a tal acontecimiento. Frescas estaban las imágenes de los participantes en aquel raro cortejo, donde destacaban los penitentes con sus silicios, sus lastimadas espaldas ensangrentadas y sus alargados cucuruchos. Procuré recoger en mi narrativa mi asombro infantil frente al dolor de los viandantes y a la devoción de los espectadores en esa rara mezcla que confundía las huellas de la fe con cierto contradictorio masoquismo.

Terminada la encomendada tarea -aunque para mi fastidio y desaliento, a una hora bastante tardía-, pasé a dedicar mis esfuerzos a realizar el trabajo manual que también se nos había encargado. Tratábase de la elaboración de un gallito de papel que había que recortar y plasmar sobre un pliego de cartulina; sobre ella se debía colocar un trozo de tela metálica, que debía adherirse a un pequeño marco de madera. Poco antes me había preocupado de preparar una tintura de color anaranjado. Con la ayuda de ese colorante habría de utilizar un viejo cepillo para frotar la tintura sobre aquel cedazo, el mismo que había sido fabricado para dejar caer unas finas partículas sobre el área destinada a la rezagada faena.

Hoy, casi cincuenta años después, no atino a comprender la razón para mis continuos y repetitivos fracasos con tan sencilla tarea. Lo cierto es que en cada nueva ocasión -y no sé si debido a mi propia impericia o la impaciencia que iba generando mi malograda experiencia- volvía a dejar caer esas gruesas lágrimas de tintura que venían a arruinar la conclusión de la tarea. No descarto que aquellos anaranjados lagrimones se habrían confundido también con los que eran producidos por mi propia ansiedad y molestia. Así, y al borde mismo del vértigo que producía la desesperanza por el incumplimiento, habría de surgir la ayuda providencial de alguien en casa que había advertido mi loca impotencia…

Pronto habría de advertir que para evitar esos indeseados manchones, solo hacía falta asegurarse de que el cepillo y la tela metálica prescindieran de todo rezago de tintura para, con las cerdas y el cedazo casi secos, iniciar la paciente acción del cepillado que iba, poco a poco, conquistando el exitoso resultado del jaspeado encomendado… Ya era tarde, cercanas estaban las horas de la madrugada, cuando pude por fin dejar al gallito tranquilo e ir a rumiar esos mis infantiles sinsabores bajo unas frazadas frías, signadas por su peso y su aspereza!

Casablanca, 8 de abril de 2012
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