30 abril 2012

De amantes y nomenclaturas

Se encuentra estos días en plena vigencia una sugestiva encuesta para bautizar y dar nombre al flamante aeropuerto capitalino. Por un motivo que desconozco, se habrían escogido hasta cuatro nombres como eventuales finalistas; tres de ellos tratan de honrar la memoria de personajes emparentados con las gestas de la independencia y uno tiene relación con su ubicación geográfica. De esta manera, los nombres que parecerían disfrutar de mayor preferencia serían: Manuela Sáenz, Eugenio de Santa Cruz y Espejo, Carlos de Montúfar y uno que, hasta aquí, habría captado el mayor favoritismo: “Aeropuerto Mitad del Mundo”.

De los tres primeros nombres, el de Carlos Montúfar obedece al de un prócer que estuvo incorporado a las luchas de la independencia; su participación habría sido conspicua e innegable, pero no habría tenido el protagonismo que, por lo menos, justifique el que se dedique su ilustre nombre a la identificación permanente del nuevo aeropuerto. Mucho más incidencia histórica y repercusión en la vida cívica y política de la nación habría tenido Espejo, pero su reconocimiento no solo obedecería a sus indisputables méritos, sino que más bien constituiría una forma de respuesta a la re-designación que, con el nombre de uno de sus ciudadanos predilectos, José Joaquín de Olmedo, se ha hecho al aeropuerto de Guayaquil.

Advierto que el nombre de Manuela Sáenz, la dama conocida como “Libertadora del Libertador”, constituiría un esfuerzo más por restituir una postergación del pasado a un personaje cuya real participación histórica está todavía difuminada en la oscura niebla del mito y la leyenda. La señora Sáenz habría nacido ilegítima -una razón para el escarnio y la segregación social de esos tiempos- y había abandonado a su esposo para seguir a su amante, Simón Bolívar. La religiosidad de aquellos años, y su consiguiente mojigatería, no pudo haber hecho posible la participación abierta y concluyente de una mujer con ese tipo -como se juzgaba entonces- de “cuestionable reputación”. Además, tal participación femenina en gestas militares y con evidente carácter subrepticio, clandestino y conspirativo, no eran posibles en una edad que estuvo signada por el hermetismo.

No es la primera vez que se sugiere el nombre de Manuela Sáenz para designar a un importante monumento. Supongo que nuestra propia sociedad -dada a las tardías reparaciones y a cierta forma de romanticismo- habría querido, desde los albores del siglo pasado, reparar y recompensar la memoria de una mujer que, luego del temprano fallecimiento de Bolívar en Santa Marta, estuviera obligada a vivir hasta su muerte en el destierro. Una sociedad que estaba imbuida por el prejuicio religioso y la hipocresía social jamás pudo perdonar a Manuela Sáenz la informalidad de sus espurios y adúlteros encuentros afectivos.

Cuando hace un par de décadas se trató de establecer la nomenclatura de un importante edificio cultural en el centro capitalino, ya se propuso la designación de dicho monumento con el nombre de la pretendida heroína. No habría de progresar dicha propuesta pues, aunque la participación de Manuela en las incidencias independentistas hubiese tenido auténtico asidero, tal iniciativa más parecía responder a intenciones feministas y a una exageración de nuestro mal entendido “patriotismo”. Se trataba de una expresión trasnochada que habría querido enredar el nombre de una mujer enamorada con el mito y la leyenda.

Un par de décadas antes de los episodios afectivos de Manuela, otra aparente heroína habría de provocar los chismes y comentarios de la sociedad limeña, se trataba de una joven dedicada al espectáculo y la comedia; obedecía al nombre de Micaela Villegas, se había convertido en la amante de un influyente hombre que la llevaba con cuarenta años, el virrey Manual Amat, quien para adularla solía llamarla en su lengua catalana como “peti-xol”, es decir joya o alhaja. Sin embargo, la picardía de la sociedad peruana pronto habría de bautizarla como “la perra chola” o “la perricholi”. Así, una relación escandalosa se habría también mimetizado entre los nebulosos velos que suelen tener esas dudosas epopeyas.

El punto es que, frente a un desempeño histórico que mucho puede tener con la controversia y el prejuicio, no debería buscarse un nombre para el nuevo terminal aéreo que esté rodeado por el recuerdo de una saga que podría estar confundida con los rugosos celofanes de la ficción y la quimera. Dejemos a la enamorada señora en paz y busquemos un nombre que no esté envuelto en la fantasía y contaminado por la mordaz invectiva o la cuestionable empresa.

Comparto la iniciativa de mantener, para el nuevo terminal, el nombre del actual aeropuerto, haciendo honor así al Mariscal Antonio José de Sucre, verdadero mártir de nuestra emancipación y precursor de nuestra independencia. No sería de justicia eliminar el recuerdo de su eximio nombre. Baste reconocer que un moderno barrio capitalino quiso perpetuar su recuerdo apellidándose como Mariscal Antonio José de Sucre; mas, ha terminado enterrado en el sombrío y lóbrego nombre de “la Mariscal”, que equivaldría a decir “la almirante” o “la general”. Para colmo, ni siquiera conservando su género, por aquél uso del “la”…

En cuanto a aquello del nombre preferido: Mitad del Mundo… no veo la razón para dar pábulo al ingenio y a la picardía quiteña: va a quedar tan lejos el nuevo terminal aéreo, debido a la ausencia de las vías adecuadas, que pronto lo han de rebautizar como “aeropuerto del fin del mundo”, dadas las evidentes dificultades de movilización hacia la nueva terminal aérea. Por ello, mientras no se cierre el actual aeropuerto de Quito, y se mantenga abierto al Mariscal Sucre, por qué no llamarlo como “Aeropuerto Internacional de Quito”, o identificarlo con el nombre de su ubicación y llamarlo simplemente “Aeropuerto de Tababela”?

Quito, 28 de abril de 2012
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