Si una desventaja encierra el goce de privilegios o la cautivante sonrisa que entrega la fortuna, es justamente la inocente seguridad que ellos han de ser permanentes y que la suerte ha de favorecernos siempre con su embriagador acervo y con su inmutable caudal. Nunca pensamos en que, al igual que ciertos ríos torrentosos, la fortuna tendría sus meandros y requiebros, que interrumpen -y aun revierten- la aparente certidumbre de su predecible e inalterable proceso. El que nunca preveamos que tras un ciclo de vacas gordas podríamos asistir a uno de vacas flacas, parece ser consustancial a nuestro propio convencimiento y quizás la ingenua característica de nuestras instituciones y de nuestra sociedad.
Tenemos la tendencia a considerar como impropio e inadecuado lo que nos resulta ajeno, y aun a juzgar como equivocado lo que otro realizó en el pasado o aquello que depende de la autoría o iniciativa de los demás. Nuestra historia personal -si bien lo meditamos- y los acontecimientos de nuestra comunidad están repletos de estos contradictorios episodios donde convertimos lo propio en bueno y acertado, y donde lo perverso y equivocado queremos siempre endilgar a los demás. Qué fácil nos resulta encontrar la aguja en el ojo ajeno y cuán difícil el no saber reconocer la viga existente en nuestra propia identidad.
De otra parte, nunca es bueno utilizar la estrategia de la coz -usar el talón para convertir a nuestro impulso en una acción disimulada-, y menos para tratar de lesionar a otros cuando corremos el riesgo de encontrarnos con nuestro propio castigo: con la ponzoña que contiene un embozado aguijón. Entonces, la acción puede transformase de perversa en ridícula… No solo que “tanto irá el cántaro al agua que al final ha de romperse”, sino que habremos de lastimarnos con esos mismos pedazos rotos, cuyas agudas esquirlas nos han de herir y descalabrar!
Quito, 3 de abril de 2012

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