12 mayo 2012

Los molinos de estiércol

Cuando leo en la prensa escrita aquellos pobres “comentarios”, que a través de las “redes sociales” hacen los llamados “trolls” -esas máquinas de insultar o de defender a ultranza, que lanzan denuestos con el solo ánimo de injuriar-, pienso en si tales muestras no representan un exceso de lo que se pretende que sea la verdadera democracia, en si todo ese maligno empeño no es sino un lamentable contrasentido, en si esa forma de anticultura no es a su vez un triste subproducto del avance de la “civilización”, y en si esta sórdida forma de “libertad de expresión” no favorece al anónimo canalla que garabatea en la muralla…

Decía el Lucho Campos, un cubano cáustico y flemático que fuera uno de mis maestros inolvidables, que la demagogia consistía en un exceso de democracia. En mis años de colegio, nunca estuve seguro de que había entendido su real concepción, quizás porque la postura ideológica de mi maestro había estado influenciada por sus vivencias -traumáticas y alienantes-. Por mi parte, siempre estuve persuadido que la demagogia era en sí un abuso de la emoción ajena que llevaba al caos y al relajo, a un desorden que negaba la preferencia de los valores: del escogimiento de unas prioridades en las que debía basarse la armonía social. Conste que digo caos y no uso -con intención- la palabra “anarquía”, porque estoy consciente que, siendo ella un concepto polisémico, bien podría propiciar interpretaciones que inviten al confuso equívoco y a una distorsión de ese concepto.

De mis lecturas del pensamiento de Tierno Galván fui persuadiéndome que la existencia del estado, como concepto y finalidad, era una entelequia que podría ser innecesaria, y que lo más importante resultaba la armonía y el acuerdo entre los individuos; que dadas ciertas premisas y circunstancias, el estado podía llagar a convertirse en un peligro para la libertad individual. Esta forma de filosofía, conocida como pensamiento ácrata o anarquismo, sostiene la idea de que la armonía es la resultante de un acuerdo entre voluntades y que busca una forma de convivencia que rechaza la coerción; ella consiste en una forma de convencimiento que prescinde del concepto del estado tradicional; porque supone que la finalidad de la política no es la supremacía del estado, sino el bienestar comunitario, el ordenamiento armónico en base a la solidaridad social.

Lo que el anarquismo concibe es que el abuso de la democracia, el de aquella dictadura del número, el de una preferencia convertida en mayoría, resulta tan pernicioso como el artificio intelectual y falsario de la demagogia, que con la seducción de sus promesas, con su embuste, y el maniqueísmo pregonado con sus sofismas, lo que hace es confundir a la gente y pervertir el orden social. El exceso de democracia no conduce necesariamente a una mayor libertad, sino que promueve el abuso y termina dando sustento a una mayor irresponsabilidad social. Así, se convierte en una demanda irresponsable por más derechos, sin propiciar su correspondiente contrapartida: la aceptación de unos deberes y unas obligaciones que el individuo no debería estar en condición de rechazar.

Por todo ello que, en una época de ejercicio ilimitado y eclosión de estas redes sociales, hoy asistiríamos al fenómeno de un exceso en el concepto de libertad; asunto que ahora se encuentra tan distorsionado, que confunde en qué mismo consiste aquella auténtica libertad. Hoy en día, los mensajes vía “twitter” abusan en forma tan impúdica y obscena de lo que debe constituir el derecho personal, que amparándose en un cobarde anonimato, utilizan un formidable recurso tecnológico para proclamar sus diatribas y desparramar sus agravios; lo hacen de la misma manera que si se usara en forma artera y clandestina el silencio de la muralla para insultar en forma infame y aleve, vergonzosa y criminal.

Si bien se medita… los escritos de los llamados “trolls” son una nueva forma del nunca olvidado, pero malévolo, pasquín. Se han convertido en un documento que se esconde en el oscuro anonimato para descargar su odio, malicia y perversidad. Su signo es tan corto y miserable, tan pérfido y mezquino, que recurre a esconder su real identidad, porque más que la insidia y la ruindad, lo que de veras lo define es su pobre villanía, su espíritu incógnito y su carencia de autenticidad.

Quito, 11 de mayo de 2012
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