En mi caso personal, puedo dar testimonio de que en casa tuvimos casi siempre la alegre y solidaria compañía de unas pocas como diminutas mascotas. Eran, más bien, animalitos sin vistosos apellidos, sin rimbombante prosapia; ellos carecían del llamado pedigrí; fueron ejemplares que un buen día asomaron en casa por acción generosa de algún alma caritativa, o porque alguien se encontró con un ejemplar famélico en el zaguán de la casa de la abuela y luego se tomó la molestia de adoptarlo y protegerlo; lo hizo sustrayendo, más tarde, algo de los platos de los demás para completar una furtiva y perruna “escudilla” de comida.
Y así fue como llegaron, y ya se quedaron para corretear en casa, la Pelusa, la Estrellita y un tal Yanko (o Janko, con nombre de personaje de radionovela). No eran feos, pero las malas lenguas -probable versión antigua de la actual “prensa corrupta”- habían diseminado la información de su abominable estigma; el de que, esos ordinarios y poco distinguidos ejemplares, no representaban a una raza caracterizada por su linaje; sino que, siendo lo que la alta sociedad llamaba como “perros runas”, no solo que carecían de un certificado que respalde su inscripción, sino que eran de tan bastarda ralea, y de raza tan mezclada, que no había para qué ponerse a escarbar si poseían alcurnia, casta o abolengo.
Todos fueron animalitos blancos y encrespados, siempre pequeños de tamaño e inquietos en extremo. Supongo que sus nombres han de haber surgido luego de continuas discusiones y de prolongados e insistentes referéndums. Talvez desde entonces ya denunciábamos nuestra inveterada falta de imaginación, ya que casi siempre insistíamos en la inútil ocurrencia de repetir, a la manera de los Césares, unos apelativos que quizás habríamos vislumbrado que eran apropiados para nombrar a aquel ejemplar al que venían a reemplazar: uno al que la fámula de ocasión -servicial, piadosa y obediente- había prometido enterrar en el recoleto barrio donde creíamos que existía, a manera de camposanto, un espacio diferente…
Los primos, mientras tanto, criaban unos feroces e insobornables mastines que se disponían a destrozar a dentelladas al más temerario, arriesgado y dispuesto de sus vecinos. Casi siempre bautizaron a esas fieras de Lobo o de Tarzán, o con algún nombre amedrentador que sonaba parecido. Sospecho que no siempre los alimentaron con cristiana regularidad, solo para conseguir esa alegría que a ellos les proporcionaba el observar las demenciales persecuciones a que nos sometían esos, sus sanguinarios cancerberos favoritos. Los otros primos, sin embargo, los que vivían más allá, eran dueños de un animalito callejero y desgarbado, de raza indefinida y descolorido pelaje; le conocían como Cholo, con lo que inútil hubiese sido ocultar su condición de menguada calidad y su modesto origen peregrino.
Pasado el tiempo, cuando ya formé mi propio hogar, habrían de llegar la Mey y esos otros dos que obedecieron al mismo nombre de Frisco (uno era un Chow y el otro un albino Samoyedo que se convirtió en el compañero de mis hijos); luego habrían de aparecer la fiel Chuleta y una tal Sabrina. Más tarde, otra perra llamada Blanch habría de convertirse en un efímero y travieso ejemplar, cuyos ímpetus nerviosos y efusivos, habrían pronto de terminar en el triste destino de un arrollamiento repentino. Ese habría de ser el más postrero de los intentos que hicimos por apaciguar a aquel brioso como impulsivo animal. Por ello fue que, más tarde, habríamos de transigir ante el mimo regalón con que a una horrible mascota solían malcriar, sin asomo de pudor, nuestros más cercanos amigos!
Y es que existe por ahí, un perrito deslucido y feo en particular; sus dueños lo llaman “Pojke” (se pronuncia Poique y quiere decir “chico” en escandinavo). Este tiene, además de su escaso atractivo, la injusta fortuna de ser un espécimen adulado y consentido. Mis amigos lo creen lindo; mas, el pobre tiene una atroz facha de trapeador de pisos! Una mancha en la mitad de su faz es lo que tiene por hocico; y detrás de sus ensortijadas greñas esconde unos ojos de parsimonioso mirar que parecen eludir toda suerte de compromiso. Ese perro ni siquiera sabe ladrar; porque ya se ha dado cuenta que no le hace falta! Para qué va a ladrar, si ya ha caído en la cuenta de que lo tienen malcriado y consentido! Woof, woof!
Boston, 23 de mayo de 2012

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