28 mayo 2012

Profeta en tierra ajena

No estoy muy seguro de que, yo mismo, no me deje a veces cautivar por aquel prejuicio de que “nadie es profeta en su tierra” -ya sería en sí otro prejuicio el sucumbir a ello-; sin embargo, la experiencia nos va enseñando a nuestros años que muchas veces, tal expresión, no deja de tener su cierto asidero…

Nunca me gustó el oficio de proveedor de consejos; creo que menos aún el muy sibilino de pregonar la profecía. El primero invade un reino que requiere de previa invitación; y, el segundo, interviene en un área que convida al vaticinio aventurado, a una forma de especulación que supone agorera pronosticación y profundo conocimiento. Claro que aquello de la profecía tiene una connotación con sabor religioso, pero en un mundo saturado de hechiceros y nigromantes, el que alguien nos ofrezca un anticipo -un suplido decían nuestros mayores- de lo que nos ha de pasar, satisface -en forma aunque sea temporal- a los ingenuos.

Es curioso aquello de la llamada “mediana edad”, eufemismo con el que parece que se disimula una etapa de nuestra vida en que se establecen signos inciertos. Vamos, en el transcurso de tres lustros de tratamiento, de muy “guambras” para los más viejos, al de muy viejos para los que hace poco solo aspiraban a nuestras propias posiciones, a nuestros efímeros y temporales puestos. Además, uno va comprendiendo que aquello otro del acopio significativo de experiencia, como que de pronto pasa a convertirse en una especie de carga o de rémora que lejos de proporcionarnos una ventaja, se convierte en una suerte de piel muy dura que no nos permitiría aceptar y adoptar los cambios que promueven esas señoras volubles, díscolas e inestables que llamamos “progreso y civilización”.

Eso sucede cuando uno retorna a su tierra a aportar con lo que ha aprendido en lejanas tierras; allí, cuando nuestra honrada intención es devolver, con la participación de nuestro trabajo, lo que un día de otros se recibió, de pronto nos topamos con obstáculos y barreras que parecen apuntar a que nos inhibamos de ofrecer esa voluntaria y bien intencionada participación. Entonces la criba se convierte en la inmemorial “ley del embudo”; ahora ya parece no contar ni la capacitación adquirida, ni la mayor cuota conseguida de experiencia; ahora uno es acusado de malicioso o inepto si previamente no supera antojadizas pruebas frente a un infalible polígrafo o a unas mal fotocopiadas “pruebas de aptitud”…

Ante todo esto, no nos queda sino el recurso de volver otra vez los ojos hacia esas otras latitudes donde están dispuestos a ofrecernos un reconocimiento; donde, sin sucumbir a esa pátina herrumbrosa que tiene el prejuicio, están alentados con el prospecto de la participación de nuestro aporte y la oferta entusiasta de nuestro trabajo, en una edad en la que ya no nos animan los condicionamientos, sino el simple deleite de una actividad que -aunque desde siempre nos fascinó y la pudimos disfrutar con enorme pasión- era nuestra forma de sustento y lo que la sociedad conoce como un oficio o una forma de trabajo… Sí, porque esa es la más contradictoria de las ironías: la de que la aviación nos da la oportunidad de hacer lo que más nos puede entretener y gustar; y, encima, recibir compensación por poder satisfacer ese extraño deseo de realizar lo que para otros no pasa de ser más que una simple forma de diversión o de entretenimiento…

Sí… el mejor trabajo del mundo! Sin lugar a dudas ni cuestionamientos…

Quito, 28 de mayo de 2012
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