17 mayo 2012

Memorias a la carta

Esta ha sido, para mi, una semana para reavivar viejos recuerdos. He vuelto a Macas, a esa alejada población de la región suroriental, luego de cuarenta años; y, a renglón seguido, he tenido la oportunidad de volver a Shell Mera, o si se quiere a Pastaza, más de veinte años después de la última vez que la había visitado. Lo he hecho, como parte de una somera auditoría que se me ha encargado, para evaluar las operaciones de una pequeña aerolínea nacional que se encuentra rediseñando su actividad y parte de sus rutas. Ha sido una oportunidad para ejercitar la memoria y, de paso, para apreciar el cambio radical y sorprendente que experimentaron la aviación y las vías de comunicación en la región oriental.

A Pastaza todavía se llegaba, a principios de los años noventa, por medio de una sinuosa y demencial carretera que lindaba con los abismos. Pasado el ahora desaparecido Salto del Agoyán, se cruzaba el túnel del Socavón y entonces el camino se tornaba en un zigzagueante y angosto sendero. A cada paso se sorteaba la temeridad de los conductores y el magnetismo ocasional del vértigo de los precipicios. Si el viaje se lo iniciaba en Ambato, este tomada alrededor de cinco horas de tortuoso suspenso. La alternativa aérea a este escabroso circuito consistía, asimismo, en una travesía que había que efectuarla en un viejo DC-3, que volaba desde Quito un par de veces por semana; era un trayecto que tomaba casi una hora y que coqueteaba con impudor con los farallones y los riscos.

En aquellos tiempos, debido al pobre performance del obsoleto aparato, y a la carencia que este tenía de un sistema de presurización, se hacía obligatorio el realizar un apretado cruce de la cordillera a solo doce mil quinientos pies de altitud. Luego de sobrevolar Ambato, la nave apuntaba al volcán Tungurahua; reconocía el puente de Las Juntas, y viraba a noventa grados para adentrarse en el callejón del paso de Baños. Luego de otro corto tramo, viraba nuevamente a la derecha con rumbo sur-oriente e iniciaba su descenso… Cerca de una docena de aeronaves se habrían accidentado en aquellas agrestes laderas en un plazo relativamente corto de tiempo. Una vez al otro lado, y ya sobre la selva, el observador se deleitaba con la vista de esa especie de delta que formaba el río Pastaza en su desbocado deambular por aquellos parajes selváticos e inéditos.

Pastaza, o Shell Mera, no era entonces una pista asfaltada. Era una cinta de ripio que había dejado como herencia una empresa petrolera británica. Hacia su rededor solo podían encontrarse unos pocos hangares, las villas de los oficiales y las huellas de un humilde caserío que se aferraba a su vera. En él, una calle larga y angosta, que recordaba al Macondo de la obra de García Márquez, invitaba a repetidas caminatas, destinadas a cautivar y a conmover a las jovencitas de aquel pueblito destinado al abandono y al olvido… Un cine, un incipiente y desprovisto supermercado, muchísimas picanterías y cantinas, un pequeño control militar, y un desatendido hospital, era todo lo que existía en aquella aspiración de pueblo.

En cuanto a Macas… bien podía decirse que el avión era la forma exclusiva de transporte con que contaba el alejado caserío. La pista era de yerba; y la gente salía todos los días en novelero peregrinaje a su “campo de aviación” para recibir a sus coterráneos o para despedirlos. Allá acudía medio pueblo y se situaba junto al venerable aparato; a su misma sombra soportaba el calor y trataba de evitar las molestosas picaduras de los “izangos”: una variedad de obcecados mosquitos, cuyas larvas amenazaban con colonizar las canillas de los pilotos descuidados!

Fue en esos vuelos a Macas, avecinada a la profunda cuenca del río Upano, que un día conocí a un robusto ganadero que se ganaba la vida transportando hacia la serranía su ganado despostado. Las enormes piezas del lote faenado se ponían en el piso del avión sobre una gruesa lona, que poco cubría los ensangrentados pedazos. No tenían las reses un olor desagradable; mas, un ambiente enrarecido podía percibirse en el inclinado aparato. Los pocos pasajeros que completaban el flete ocupaban la parte trasera del avión y soportaban aquella atmósfera que invitaba a una inevitable duermevela. Así satisfacía el transporte de su mercancía aquel abnegado como perseverante empresario. Su nombre era Vicente; pero los chuscos le apodaban de “el Viti”: su oficio original había sido el de veterinario…

Quito, 16 de mayo de 2012

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