17 agosto 2014

Juicio y opinión

He pasado estos últimos días visitando al menor de mis hijos, al más chiquito. Con el tiempo, él se fue convirtiendo en el más alto de ellos, no digo en el más grande… Sabe, sin embargo, que para llegar a serlo sólo hace falta ser humilde, saberse sentir más pequeño… Por fortuna, Agustín aprendió -supo- desde muy temprano que no es necesariamente más feliz el que más tiene y que, para llegar a serlo, siempre hace falta esa actitud que hace más fácil la vida de los demás.

Agustín es un muchacho enjuto que vive la vida, su matrimonio y su trabajo con enorme ilusión. Es parte de ese contingente de hijos que optaron por quedarse fuera y que “volaron de su nido”… Uno va aprendiendo en la vida un nuevo oficio, el de padre ausente, y va adaptándose a esa inexorable realidad de serlo. La suya es una mente matemática, circunstancia que invade su personalidad y su actitud. A veces siento que son cartesianos sus valores y hasta sus morales conceptos…

Con él, medito en que de todo se puede tener una opinión, pero que no es lícito eso de decir “a mí no me ha de pasar” o “yo no lo hubiera hecho”; porque uno no sabe cuáles son las circunstancia ajenas, uno no sabe si alguna vez hemos de estar en la misma situación de los demás, y porque uno nunca sabe cuál sería la reacción y la decisión que, en ese caso, uno pudiera tomar al respecto. Según él, insinuar esa posibilidad, es ya una manera de juzgar; y, aunque se puede tener una opinión frente a las motivaciones ajenas y a su acción, entrar a calificar esa conducta es lo que ya nos convierte en jueces, sin estar autorizados para serlo.

Reconozco que no estamos frente a un tema muy claro; no todo en la vida, nada mismo, es blanco o negro. Hay gente de otras culturas que cuando he realizado un comentario, o he expresado una opinión, han creído que mi intención era la de juzgarlos, justo y precisamente cuando no era mi propósito el de hacerlo. Es, por ello, harto difícil enterarse de algo, ser testigo de una determinada situación, y no emitir una opinión, aun a riesgo de que se nos acuse de que pretendemos ponernos en la condición de jueces, sin estar acreditados para serlo.

Tomo el caso de la Federación Ecuatoriana de Fútbol, como ejemplo. Es una entidad que está gobernada por el mismo individuo, ya por demasiado tiempo. Es probablemente -no lo sé- un buen dirigente, es quizá un individuo capaz, pero me cuesta creer que no exista otra persona que lo pueda reemplazar, que aporte con frescas y nuevas ideas, y que haga confiar al país, y especialmente a los que dan tanta importancia a ese deporte, a quienes son sus aficionados, que en esas repetidas reelecciones no hay algo de “clientelar”, de retribución de favores…

Se ha dado la circunstancia de que la FEF ha costeado los gastos de viaje al último mundial, realizado en Brasil, de casi un medio centenar de dirigentes deportivos, entre ellos la mayoría de los presidentes de los clubes profesionales y de las asociaciones provinciales, incluso de las que no son parte de la Primera División. Estos costes no sólo han involucrado boletos para los partidos, gastos por alojamiento y movilización, sino que han incluido, además, la provisión de gravosos viáticos para las personas a las que con este privilegio se ha favorecido!

¿Es la Federación una entidad realmente millonaria, que pueda erogar -sólo lo barrunto a ojo de buen cubero- la nada despreciable suma de medio millón de dólares? ¿Es justo que esa institución privilegie a un puñado de dirigentes que son favorecidos con un dinero que no les corresponde, porque ostentan una posición circunstancial o han sido elegidos “a dedo”? ¿No es esta actitud poco considerada -un tanto abusiva- y otra forma de hacer mal manejo de fondos que son considerados públicos? Y, por sobre todo, ¿en qué ayuda al desarrollo de nuestro fútbol ese alegre como dispendioso desplazamiento? ¿No hay, acaso, mejores prioridades en la FEF, otros proyectos para hacer una mejor inversión?

Hay veces que no sólo habremos de opinar, que hace falta convertirnos en jueces. Caso contrario, de “observadores” nos convertimos en cómplices. Aquí no cabe el silencio, aunque se insinúe que juzgamos, aunque se tergiverse nuestra opinión.

Seattle

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