22 agosto 2014

Un “cuento” sin final feliz

Ha empezado a parecerme que el problema con el totalitarismo no está en sus defensores a ultranza, en sus entusiastas, en aquellos fanáticos que creen que no hemos advertido cómo ha cambiado su metamorfoseado discurso. La dificultad está en quienes no se dan cuenta de la proyección de esa perversa proclama, en quienes habiendo caído en la ingenuidad, creen que el nuevo tinglado que se ha ido estructurando en la sociedad se ha de precipitar al suelo y se ha de esfumar con la misma velocidad con que se había organizado. Para entonces, todo resulta ya demasiado tarde y quienes no supieron reaccionar a tiempo, sólo comprueban que lo que nunca creyeron que se impondría es ya una inexorable realidad.

De esto conversábamos el otro día; y, aunque todos mis contertulios parecían participar de un convenido acuerdo, me fue dando la impresión de que no habían caído en cuenta del alcance de tan espantosa condición. El problema es que la mayoría tarda en advertir que esa realidad es factible de que algún día llegue a suceder, tanto que simplemente piensa que está perdiendo el tiempo si se pone a preocupar por los aspectos de su maligna trama, no se diga por su desenlace.

Y de eso se trata justamente el pequeño librito que estuve leyendo en mi último viaje aéreo, tan revelador y apasionante que casi no advierto que el avión había aterrizado en un aeropuerto que no era el destino que estuvo previsto. Y es que eso es justamente “La granja de los animales”, una alegoría política y una sátira contra la estupidez humana, escrita por George Orwell, que resulta harto difícil no leerla de corrido y reconocer la brutal advertencia que su texto representa.

Lo grave de los sistemas totalitarios es que terminan siendo precisamente lo que habían empezado atacando y se convierten en peores que el anterior sistema que sus promotores se propusieron derrotar. Al final del día, lo único que cambia es que una élite diferente se adueña del poder y entonces utiliza recursos aun más infames, adueñándose de mayores prebendas cuando ha conseguido mandar.

Creo que hay pocos libros tan visionarios como este “cuento de hadas” de Orwell. Si algo produce, a la vez, hilaridad como coraje, es ese cambio casi imperceptible de las reglas en las que se había fundado la comunidad inicial. Pronto se advierte que los “siete mandamientos” originales son alterados de manera tan impúdica, que la regla de oro de la comunidad queda transformada en una fórmula ridícula que ahora expresa que “todos los animales son iguales, aunque algunos lo son más que otros”… Absurdo axioma que compendia la triste realidad que imponen siempre los nuevos estratos reinantes, que terminan no sólo por aprovecharse del poder, sino haciendo exactamente lo mismo que al principio combatieron.

El cuento de Orwell no es un cuento feliz. Hay en él todos los ingredientes que suelen estar presentes en política: la ilusión y obediencia de la masa, el engaño de los postulados que vende con facilidad el romanticismo, la lucha cínica por la hegemonía, la posterior traición a unos principios, el cambio del discurso que sustentó la rebelión inicial, la persecución contra los desilusionados que pasan a convertirse en desertores, la manipulación de la información con el respaldo de la tecnología, la distorsión del lenguaje que hace más fácil la disuasión general, la hipócrita nueva condición de privilegio de unos líderes que se convierten en explotadores de esos mismos “compañeros” a los que prometieron redimir…

No hay nada que pueda ser más peligroso que un cándido romanticismo. Por eso es tan refrescante la fábula de Orwell que, al más puro estilo de Esopo o de La Fontaine, nos ofrece una lección moral y nos hace una oportuna advertencia. Es que, nada puede ser más trágico que aquel episodio final de la historia, cuando los humanos y los cerdos se miran unos a otros y no pueden distinguir quién es quién, quién es cerdo de quién no lo es… No, no sucede entonces un final feliz!

Quito

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