07 febrero 2017

Entre el búho y la raposa

Vivo en el campo, o casi. La mía es una casa solariega ubicada hacia el final de una pequeña urbanización cerrada. No quiero decir privada, por temor a que se de a mi confesión una interpretación equivocada, algo que tuviere la impronta de un reclamo de exclusividad. La casa es bonita, está bien construida (de esto no tengo duda), pero el mérito no es mío, o si se prefiere nuestro, tanto el diseño como la selección de sus materiales se lo debemos al anterior dueño, uno de esos hombres meticulosos con el detalle, un perfeccionista, uno de esos hombres que ya no se ven en la vida. Un hermano de mi mujer.

Y los jardines son amplios y frondosas las arboledas; regalan su sombra los arupos y los nogales, los eucaliptos de diverso tipo y uno que otro azulino jacarandá. Afuera reina el silencio, casi puede decirse que jamás se avecina un vehículo, los mastines se inquietan cuando se percibe un ruido ajeno a la vecindad. Ellos, los mastines, han declarado una guerra sin tregua al camión recolector de desperdicios que, un día por medio, realiza su recorrido para cumplir con su metódica gestión. El perruno griterío no cesa hasta que los buenos hombres no han concluido su puntual y madrugadora operación.

Existen dos tempraneros testimonios que preceden al rayar del alba, son los infaltables ruidos que provocan un empecinado búho y algún inquieto marsupial. Al ave nocturna no la hemos podido avistar nunca, pero jamás falta, cada mañana, ese como desasosegado quejido, que es la huella de su escondida presencia en uno de los árboles de nogal autóctono que se arriman al ventanal del dormitorio principal. Digo bien, su canto es como un diapasón que ha acelerado su ritmo, pero su música es cual ominosa queja que contagia con la melancolía de su intención.

El otro ruido tiene un carácter perentorio, es ese modo impreciso y vacilante que suelen tener los desplazamientos asociados con la clandestinidad. Es el correteo apresurado e indeciso que identifica a la inquieta zarigüeya. Ella vive en la parte alta de los árboles, pero su tránsito requiere de ocasionales desplazamientos diagonales sobre el irregular ondulado de nuestros tejados. Quien escucha tiene la impresión de que el sonido, que al moverse emite el marsupial, solo denuncia una intención persecutoria, cuya urgencia no requiere ser disimulada.

Pero no hay que confundir a la zarigüeya con el pericote o la rata de campo. La raposa es un grácil animalito de mejor presencia, su piel no es hirsuta y se distingue por el jaspeado de sus llamativas tonalidades. Además, no se debe olvidar que se caracteriza por disponer de una bolsa ventral o marsupio (de ahí el nombre de marsupial) donde protege y anda a cargar a sus crías. Hay quienes la conocen como zorrillo. En Colombia su nombre vulgar es el de chucha.

Algunas personas creen que tanto el búho como la raposa son perjudiciales o que propician la mala suerte. Sin embargo, uno y otro pueden ser no sólo inofensivos e inocuos sino todo lo contrario. El búho ha sido considerado por la gente como símbolo ominoso o como un agente que atrae la mala fortuna, pero no pasa de ser miembro de una especie solitaria que emite con su canto una nota de melancolía. En cuanto a la raposa, su presencia da cuenta de pequeños parásitos y alimañas que pudieran ser perjudiciales en nuestros hogares.

Pero hay otro tipo de sonido que incomoda a cualquier hora de la noche, no sólo en las calladas horas de la madrugada; se trata de un sonido sutil, casi siempre imperceptible pero harto fastidioso, aquel que anuncia los mensajes de texto. Hoy por hoy se envían mensajes por el mero prurito de hacerse presente, por la sola manía de cumplir con aquello de también hacerlo. Pocos han caído en cuenta de lo perjudicial y peligroso de convertir la comunicación en algo trivial.

Me pregunto si en esta forma de trivialidad también pensó Hannah Arendt cuando propuso su teoría de los efectos de las acciones aparentemente inocuas, aquella de la banalidad del mal...

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