07 junio 2017

Autoritarismo en la literatura

El hombre se llamaba Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón; y, claro, con nombre tan ampuloso y solemne, él debe haber estado persuadido de que estaba predestinado para llegar algún día a presidente de la república. Y a eso es a lo que justamente llegó (lo del "justamente" es solo un decir), y no una sino once veces, aunque siempre por unos pocos meses. Casi pudiera decirse que si en la primera mitad del siglo XIX, en México se necesitaba un presidente, ahí estaba el general López de Santa Anna como dignatario de recambio, listo para hacerse del poder.

Hasta que un buen día, don Antonio se cansó de los interinazgos, se propuso interrumpir para siempre estas díscolas suspensiones a sus abreviados mandatos y se declaró dictador vitalicio. Alguien fue a contarle al general que ya no podían seguirlo llamando presidente, fue cuando dispuso por decreto que de ahí en adelante sus conciudadanos debían dirigirse a su persona como "alteza serenísima". La historia no cuenta si su alteza se mantuvo serenísima cuando, un par de años más tarde, fue finalmente derrocado. Había gobernado su país, en forma intermitente, desde 1833 hasta 1855...

Nadie se habría imaginado que el mismo año que López "entregaba las herramientas", o volvía al seno del Creador, otro general, esta vez de nombre más modesto, iniciaba su interminable período como presidente de la república. Era el año de 1876, su nombre era Porfirio Díaz, había nacido en Oaxaca y terminó dirigiendo ese país ingobernable por nada menos que treinta y cinco años. Es lo que la historia llamó el Porfiriato. Pensar que la primera vez fue elegido solo por unos días, la segunda por pocos meses, la siguiente por pocos años... Hasta que a don Porfirio "le gustó el dulce", se acostumbró al poder, y dijo "¿por qué no unas pocas décadas?"

Por esos años, un joven escritor gallego, nacido en un pueblo costero de Pontevedra, había hecho su primer viaje a América. Había nacido como Ramón José Valle Peña, gustaba lucir una catadura un tanto extravagante y había preferido que el mundo lo conociera con un nombre un poco más aristocrático, tomado probablemente de uno de sus antepasados. El nuevo nombre "vendía" y quizás le ayudaría a cobrar una más fácil reputación de literato famoso. La historia habría de conocerlo como Ramón María del Valle-Inclán.

A Valle debe haberle impresionado la alucinante condición política que encontró en México y en otros países que visitó en América; en especial esa imagen del líder megalómano y autoritario que gobernaba con su voluntad omnímoda, que se sentía no sólo imprescindible, sino irreemplazable. Cuando advirtió que en esos lugares imperaba no el espíritu de la ley sino el capricho del veleidoso déspota, debe haber intuido que había, en esas condiciones, elementos más que suficientes para escribir una novela.

Así, en el intermedio de las dos grandes guerras, Valle-Inclán publicó su obra. Era la historia de un país y de un sátrapa imaginarios; la llamó "Tirano Banderas, novela de tierra caliente". Jamás se hubiese imaginado que, con su aporte, estaba inaugurando una serie de novelas, ciclo que duraría más de setenta y cinco años, que pondría en el centro de la trama al autócrata intratable, al jerarca totalitario empeñado en su capricho. Veinte años después, Miguel Ángel Asturias relataría en otra novela, "El señor presidente", la historia del dictador Manuel Estrada Cabrera que había gobernado Guatemala por veintidós años (1898 a 1920).

Treinta años más tarde se habrían de producir tres obras de similar contenido: "El recurso del método" del cubano Alejo Carpentier, la historia del haitiano Henry Christophe que se había auto proclamado rey y luego habría de suicidarse; "Yo el supremo", de Augusto Roa Bastos, que narra la vida del dictador Gaspar Rodríguez de Francia que gobernó Paraguay por veinticuatro años (1816 a 1840); y, "El otoño del patriarca", de Gabriel García Márquez, que es la historia de otro dictador imaginario. Hacia la vuelta del siglo, Mario Vargas-Llosa describiría la vida y muerte de otro dictador latinoamericano, el innombrable Rafael Leonidas Trujillo que, asimismo, habría de gobernar República Dominicana por treinta y un años (1930 a 1961). Trujillo fue muerto a balazos en un atentado. La obra hace referencia a uno de sus apodos, la llamó "La fiesta del chivo".

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