01 junio 2017

Fachada y subterfugio

De vez en cuando he tenido que llenar aplicaciones de empleo para piloto (he tenido fortuna, pues solo en pocas ocasiones, y por poco tiempo, he debido enfrentar aquella malhadada condición, la del desempleo). Del mismo modo, ha habido ocasiones en que se me ha hecho necesario tener disponible mi curriculum vitae; esto para el caso de un eventual curso o promoción. Como profesional, ese breve resumen no podría prescindir de una ineludible declaración: la de no haber tenido nunca un accidente o incidente de aviación.

Ese simple testimonio (el no haber estado nunca involucrado en esas lamentables circunstancias), resulta -en aviación- un dato indispensable para satisfacer los requisitos de incorporación a una nueva empresa. Sin embargo, para los profanos, o para quienes no se encuentran familiarizados, tal declaración pudiera interpretarse como un disimulado alarde o como un innecesario gesto de presunción. Esto, porque nada hay que disminuya la propia nobleza como la acción de auto-ensalzarse, ni nada peor que la de derivar hacia el desliz poco elegante de ejercitar el trámite impúdico de la propia y fatua promoción.

Esta reflexión coincide con algo que encuentro en la última edición de la revista Linkedin, algo relacionado con el engreimiento y la petulancia. "La arrogancia es el sombrero que usan los líderes débiles -dice el artículo-, nadie debería ostentar una posición de mando si no ha aprendido a decir: lo siento". En efecto, un estudio realizado con los accidentes de tránsito, revela que los más peligrosos conductores pueden ser aquellos que nunca han sido parte de un accidente; implica, al parecer, que esto genera no sólo auto-complacencia; sino, sobre todo, una cierta dosis de arrogancia que, sumada al descuido, puede ser fatal.

El estudio sostiene que pueden considerarse como signos de arrogancia los siguientes: nunca decir "lo siento"; creer que siempre se tiene la razón; rodearse uno mismo de gente que nunca lo cuestiona; castigar a quienes le dan una opinión contraria; trabajar NO por una causa, sino por el beneficio del aplauso; prometer en exceso en nombre de otros; y, hacer creer que ciertas ideas ajenas son de nuestra exclusiva propiedad.

Con estos antecedentes, se me hace difícil no meditar en una de las últimas expresiones del presidente saliente, en el sentido que "hemos sido queridos u odiados, pero Ecuador nunca más será ignorado". Barrunto que hay en tal declaración dos elementos: primero, una suerte de  renuencia al reconocimiento de eventuales errores; y, segundo, el curioso convencimiento de que para conseguir ciertos fines hace falta, necesariamente, hacerse odiar. En vista de que Correa consiguió eso a lo que se arriesgaba -y con creces-; hace falta que averigüemos: ¿por qué fue despreciado por tanta gente?, y ¿por qué fue que se hizo odiar?

Pero, partamos de un principio independiente, si nuestro propósito ha de ser el de analizar con objetividad, si no con imparcialidad. En este sentido, hay que reconocer que el ex presidente ha gozado del aprecio de un número significativo de gente; ha disfrutado, en efecto, de una importante cuota de apoyo. Pero ese no es el punto. La pregunta es ¿por qué tantos no lo quieren?, ¿por qué lo tienen que despreciar?

El caso es que el mandatario faltó el respeto a mucha gente y, para esto, transparentó sus fobias y pasiones, llegando a denigrar su propia dignidad. Correa hizo excesivo uso del sarcasmo, la burla, el insulto y la ironía. La gente se hastió de su mueca sardónica, de aquella sonrisa cínica que implicaba odio y falsedad. Amparado en su autoritarismo y autosuficiencia, presentó casi siempre su visión con un matiz sesgado de la realidad.

Su discurso, de ese modo, se presentó como saturado de lo que más atacaba: la doble moral. Es probable que haya dejado buenas obras, pero esa forma de propaganda convenció a sus detractores que aquel tipo de promoción estaba destinada a rendir culto a su personalidad. Siempre dio la sensación que lo animaba el rencor y el resentimiento. No alcanzó, en la opinión de sus críticos, a ser un estadista, creyó que seguía siendo candidato. Sus últimas decisiones parecieron manifestar una sola intención: provocar malestar, generar rechazo, fastidiar. Visto así, el barco del país le quedó demasiado grande, se le había escapado su gobernalle...

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