27 agosto 2017

Cuestión de instintos...

Vivo hacia el final de un "culo de botella", una "mama cuchara" o callejón sin salida ("cul-de-sac", dirían los franceses). Esto, a más de servir como útil referencia ("entras derecho hacia el final de la urbanización y es la casa que queda justo a tu derecha"), aporta a la relativa privacidad y a la cuota de silencio que beneficia al lugar donde está ubicada la residencia. Es infrecuente, por lo mismo, que algún peatón o vehículo sin relación, se aventure a llegar hasta el final y trate de circunvalar el precario redondel en que termina la calleja.

Mis perros lo saben y se preocupan porque dicho "status" se mantenga. Es grande el alboroto con que reaccionan cuando alguna vez la jardinera del vecindario viene a cumplir con el propósito de su itinerante oficio. Lo propio sucede con el tránsito ocasional del recolector de basura; es cuando los desaforados ladridos no cesan, hasta que el camión y los individuos encargados, no se han alejado de los exteriores de la vivienda.

Pero nada agita tanto a los canes, como la ocasional presencia de la vieja motocicleta que es conducida por quien viene a hacer la entrega de aquella pizza que, por inveterada costumbre, ordenamos los domingos por la noche. Es cuando el ruido de los ladridos se convierte en insoportable y demencial. Se habría creído que la reacción de los inquietos lebreles obedecería al estentóreo sonido del motor de la vetusta motoneta, hasta que he podido comprender que lo que resulta extraño, a los animales, es aquella esperpéntica figura del encargado de efectuar las entregas, equipado como va con aquel extraño casco que lo protege y diferencia.

En el fondo, la algarabía que los perros producen es harto injustificada. Bien visto, constituye un acto de inaceptable ingratitud; pues ellos no advierten que tal presencia tiene que ver con los residuos de masa que enriquecen su rutinaria alimentación las últimas horas del fin de semana...

Realizo estas "profundas como enjundiosas" observaciones cuando cumplo la finalización de una semana atípica -perruna por demás- y bastante estrafalaria... Todo empezó meses atrás: ocurrió un buen día a la hora del crepúsculo, en la vecina pastelería. Yo mismo tengo la culpa: a veces abro la puerta trasera del automóvil, y los perros, muy solícitos y raudos, parecen aceptar la invitación y ágiles se apostan en los asientos posteriores, ansiosos de disfrutar de un circuito que ha de concluir cuando regresemos a casa con la posibilidad -para ellos- de compartir lo que se ha convertido en su esperada golosina: la distribución de unos rollos recién horneados.

Fue allí, en ese local, cuando me aprestaba a cancelar el importe del ya acostumbrado consumo, que se me acercó un individuo con el deseo de averiguar si es que yo era "el dueño del perrito", de ese animalito color de miel que, en forma disciplinada y paciente, esperaba la conclusión de mi transacción sentado en la parte trasera del vehículo. Que "tenía la hembrita", me comentó el personaje y expresó que, si yo no tenía remilgos ni inconvenientes, se comunicaría luego conmigo y me avisaría tan pronto como su todavía inexperto ejemplar pudiese estar en condición de concebir los que pudieran llegar a convertirse en "nuestros" futuros nietecitos...

Habían transcurrido pocos meses desde el casual encuentro, cuando por fin una noche se produjo lo que creí que terminaría por convertirse en un improbable acontecimiento. Fue cuando en forma inopinada, mi potencial "consuegro", llamó para informar que su perrita se encontraba en conjunción favorable (o eso parecía), y para solicitar nuestra anuencia para el encuentro nupcial de la pareja de mastines. Solo entonces advertimos en casa, que esta no planeada circunstancia podía correr el riesgo de frustrarse, por la inconveniente presencia del famoso e impredecible Fusco, otro perro de idéntica edad, aunque perteneciente a distinta raza, que funge de macho alfa y comparte el uso de nuestros jardines con el Maxy, el ahora “enamorado"...

"¡Se van a matar entre ellos!", exclamaron mis hijos. Pero, bueno… para eso están los hoteles caninos. Y allá fue a parar el Fusco por dos días consecutivos. Lo malo es que uno de los novios (o, quién sabe, si los dos) no estuvo realmente listo; y el tan ansiado acoplamiento no se concretó, ni siquiera luego de un segundo intento. Solo falta que alguien ponga en duda los distinguidos arrestos de mi noble semental o, quién sabe, si el prestigio de su fina y muy respaldada prosapia. Seguiremos reportando.

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