18 octubre 2017

Carrera de caballos, parada de…

El último partido de la selección ecuatoriana de fútbol ha sido como una fiel metáfora de su actuación general: en menos de un minuto ya ganaba por uno a cero. El partido fue un reflejo de lo que sucedió en las eliminatorias, donde empezamos como un vendaval, como una tromba insostenible, o como un pérfido huracán que al llegar a tierra, perdió su ímpetu y se esfumó. Ese gol al primer minuto fue una exacta alegoría de lo que fue la participación de la selección, que en los primeros cuatro partidos hizo doce puntos, y tan solo ocho en los catorce siguientes!

¿Qué fue lo que pasó? Conjeturo que dos cosas: no tuvimos nuestro tradicional desempeño jugando a la altura de Quito y carecimos de un medio campo maduro, organizado, que controlara la posesión del balón y marcara los tiempos. Ante esta falencia, tratamos de jugar en forma desbocada, creyendo que la solución era imponer un ímpetu demencial. Esto, a más de fundirnos en sentido físico, propició desorganización, pérdidas de balón y letales contragolpes. Así vinieron la mayoría de los goles recibidos, por resbalones apurados por la presión, por pérdidas infantiles de balón. Nuestros jugadores demostraron ser sumamente rápidos, pero nunca se caracterizaron por una indispensable cualidad técnica: el prolijo dominio del balón.

Aun así, es la primera causa la que amerita reflexión: en los últimos años, y particularmente desde el último mundial, Ecuador se ha convertido en una inesperada cantera de jugadores. Hoy tenemos alrededor de treinta futbolistas destacados, actuando en México o en Europa y hasta en la tierra de nuestros anteriores y tradicionales proveedores: Argentina y Brasil. ¿Qué es lo que esto significa? ¿Será que los nuevos referentes se han transformado en unas "prima donnas", que se han dejado seducir por la fama y por unos sueldos desproporcionados y fabulosos?

No, quizá nada de eso. Y tampoco quiere decir que, cuidadosos como se supone que quieren ser con su integridad física, cuidan de sus piernas, del instrumento de trabajo que les permite sus altas remuneraciones. La razón es más simple: ellos, y no los jugadores extranjeros, son las primeras víctimas de tener que jugar en Quito. No sólo que ya no están acostumbrados (pues juegan y viven al nivel del mar y no tienen ni siquiera que subir a jugar ocasionalmente en las canchas de la sierra, como lo hacen los jugadores de equipos costeños que compiten en el campeonato nacional), sino que algunos -los que juegan en Europa- tienen que soportar la misma insidiosa condición que afecta a los pilotos transatlánticos: el pernicioso "jet lag"...

Algo parecido ha tenido que enfrentar la selección chilena, que -a más de los perjudiciales efectos de los ciclos circadianos en el desempeño de sus mejores jugadores- tuvo que lidiar con el endiosamiento al que los sometió la prensa de su propio país... Tras su fugaz buen desempeño en las dos últimas versiones de la Copa América, esa prensa les imbuyó la distorsionada creencia de que eran parte de "la generación dorada", la mejor que ha existido de ese equipo tradicionalmente aguerrido que constituyó "la Roja", la esforzada selección chilena.

Su principal enemigo fue su engreimiento, su propia y díscola vanidad. Y el desenlace no se podía esperar: en la puerta del horno se les quemó el pan. Perdieron su clasificación en el último partido, se quedaron cortos en el último día. Y quedaron fuera -ironías de la vida- solo por un tanto, uno solo: por gol diferencia. Pudiera decirse que se dejaron hacer un gol demás!

Muchos coincidirán en que el gol que les dejó fuera fue el que les propinó Ecuador en los últimos minutos de su partido en Santiago; que, cuando lo remontaron, les produjo la falsa sensación de que habían ya logrado la clasificación y de que suya, sin atenuantes, era ya la gloria... Pero, como siempre insistimos, la Historia nunca está exenta de ironía; y al petulante equipo del Mapocho le sucedió algo que nunca imaginaron: aquello de que "tanto nadar para morir en la orilla"... ¡Qué curioso, la vida de los pueblos parece que se asemeja a la de los hombres, que ella misma nos da sus lecciones y desafía nuestra vanidad con las travesuras de la ironía!

Pero... Bien por Argentina! Hubiese sido injusto que esa "fábrica" de virtuosos y extraordinarios jugadores, que alimenta a los mejores equipos de las grandes ligas del mundo, se quede fuera del mundial. El suyo es un caso especial: es la demostración palmaria de que no basta con juntar a un grupo de futbolistas privilegiados para conformar un gran equipo... Hace falta que aprendan a jugar juntos, que sepan comunicarse mejor, que se conozcan y aprendan a jugar entre ellos. Eso le hace falta al equipo de Argentina; eso, y no sólo depender de la genialidad de un diminuto jugador dotado de un centro de gravedad que lo convierte en imparable. Él sólo nos convirtió tres corajudos goles. Él sólo clasificó a su equipo. Su apellido es Messi, es un chico de pocas palabras (deja que sus gambetas sean las que hablen por él). Y, desde luego, nada tiene de "messy". ¡Nadie le puede reprochar que sea un desarreglado ni, menos aún, un desordenado!

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