22 octubre 2017

Hostilidad y amargura

Y es que Quito no era así. Y, por eso es que ahora, con repetida frecuencia, me pregunto: ¿qué fue lo que pasó?, ¿qué es lo que nos hizo así? Pero... quizá soy injusto culpándole a la ciudad, o centrando el tópico de nuestra hostil agresividad en la ciudad tímida, tranquila y recoleta en la que nací y que me vio crecer. Tal vez esa propensión pugnaz hoy define y caracteriza no sólo a la capital. Quizá es la impronta que nos distingue como nación, como país. En todo caso, ¿qué nos sucedió? ¿Qué o quién sembró ese odio, tanta maldad?

Es probable que en parte se deba a nuestros no resueltos problemas, a nuestras frustraciones, a nuestro prurito de hacer caer la culpa en los demás. Quizá sea nuestra incapacidad para tender puentes, para tomar la iniciativa y ser amigables, cordiales y pacientes. Para decirlo de una vez: nos hace así nuestra inseguridad, nuestro complejo de inferioridad. Esclavos, como nos hemos hecho, de la tiranía del tiempo y sus presiones, no atinamos a reflexionar y a descubrir que la pérdida de un turno en la carretera o en la fila del supermercado, no valen la pena ni ameritan tanta pelea, tanta acrimonia, tanta mala leche, tanta hostil improductividad.

Ayer nomás, manejando muy lentamente hacia el final de la autopista, alguien que conducía por el carril vecino, sin hacer un gesto de solicitud o de permiso, sin siquiera poner las respectivas luces direccionales, aprovechó que por un solo segundo no sostuve el ritmo que mantenía la fila en la que venía, y de pronto, inopinadamente, se introdujo en forma temeraria y abusiva entre mi auto y el que tenía por delante.

Solo un par de minutos más tarde, esto es cuando la autopista termina y se convierte en avenida, el mismo impaciente conductor vino a quedar en una posición más adelantada pero que le obligaba a volver a repetir la desconsiderada maniobra que antes había realizado (si deseaba conservar la delantera que ya había "conseguido"). Consciente de su intención, y de su renovada falta de cortesía, esta vez mantuve la distancia con el vehículo que me precedía, me mantuve en mi carril y no transigí ante su intento de volverme a rebasar.

Fue cuando el individuo, ajeno al reconocimiento de que había hecho con él lo mismo que él poco antes había hecho conmigo, bajó el vidrio de la ventana de su coche y en forma agresiva y destemplada se puso, de manera insolente e irrespetuosa, a vociferar. En su ofuscación, no había caído en cuenta de su hipocresía, de que yo solo había hecho lo que él antes hizo conmigo: algo nada civilizado ni tampoco cordial.

Y así, y por esos tiros, hoy va la vida. Esas prisas, atropellos y presiones son cosa de todos los días, en la farmacia o en el turno de pago de algún servicio, en la fila del banco o del hospital. Ayer, mientras un individuo pagaba por sus compras en el supermercado, le dio la impresión al comprador que le seguía, que quién pagaba había olvidado parte de sus artículos en el carrito que transporta las mercancías. Solo bastó la comedida insinuación de su bienintencionado vecino, para que el "ofendido" reaccionara con hostil, absurda y nada recíproca agresividad...

Yo, que venía en la misma fila y había sido testigo, pregunté en voz alta a mis vecinos, que qué carajo nos pasaba, que en qué momento nos convertimos en una sociedad hostil, nada cordial y sin alma, que de dónde es que fue apareciendo todo ese engendro ofensivo y pugnaz; que en qué momento se nos inculcó esa resentida y acomplejada "cultura" o actitud de odio, ese desdén y desprecio por la convivencia, ese deseo de enrostrar a los otros nuestra improbable superioridad; que a qué se debía esta incomprensible falta de vocación para vivir en sociedad.

Aún así, y a pesar de todo, a pesar de mis propias impaciencias e imperfecciones, soy todavía un optimista incorregible e irredento. O, como diría el recién premiado Fernando Aramburu: "Yo también, como Camus y como tantos otros, ... (soy uno que está) convencido de lo absurdo de la existencia, que aún confía en la hermandad de los hombres y en el hecho de que la bondad es una forma de sabiduría y que no necesita, por lo tanto, de recompensas finales, puesto que ella misma ya es un premio"...

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