19 noviembre 2017

Los sonidos del silencio

Existen frases emblemáticas, frases que por sí solas definen el carácter y que anuncian la fuerza avasalladora de una novela. Hay frases, también, que compendian ese mismo carácter y el mensaje que quiso dejar, cual impronta, aquella obra de arte. Ellas son como cuadros pictóricos que, con solo mirarlos un segundo, nos basta para identificar a la obra o a su autor.

Léase por ejemplo: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor", para que sepamos de qué obra se trata y reconozcamos a su autor. O, si no, aquella otra: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, para saber que se trata de "Cien años de soledad". Y, ¿qué tal la frase final de la misma obra?: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”, para reconocer el estilo y la prosa inconfundible de Gabriel García Márquez.

Pero, ninguna frase como la inicial de Franz Kafka en su cuento "La metamorfosis" (o, si se prefiere, "La transformación"), para reflejar lo que a mí mismo me sucedió, cuando el pasado miércoles, de pronto me percaté que había perdido la audición por completo: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Es que uno asume que, por lo general, los males no se presentan en forma repentina, que su aparición no es súbita sino paulatina, que ellos suelen tener la magnánima bondad de irse presentando sin sorpresa, y poco a poco...

Y fue eso es lo que me pasó,  a la hora de abrir la llave del lavabo para cepillarme los dientes, o a la de tirar la cadena, para hacer desaparecer el contenido de mis escarceos escatológicos… Fue ahí cuando advertí que no podía percibir ningún ruido ni rumor: que me había quedado completamente sordo! Hasta entonces lo que había sentido era alguna forma de congestión; pero, no fue hasta entonces que descubrí que lo que ahora sentía era algo no sólo inédito, sino además insólito. Entonces, incumplí una renovada promesa y acudí a los proscritos "Q-Tips", para procurar un ansiado, aunque nunca satisfecho, modo de alivio. Como era de esperar, esto sólo me produjo una sensación de mayor sordera, frustración y desencanto.

Solo más tarde, cuando no cedía aquella fastidiosa forma de oclusión, es que decidí ir a una clínica local y solicitar la atención de un facultativo. Es probable que el tipo de especialista que allí buscaba, tenga uno de los nombres más largos y difíciles de pronunciar en nuestro idioma (con la sola excepción de "supercalifragilistico-espialidoso"), me refiero al que identifica a los "otorrinolaringólogos". Mas, el médico que decidí consultar, era por lástima un hombre de aquellos que siempre están ocupados, uno de esos de mucho prestigio y superior demanda. Para colmo, su secretaria no supo debidamente anticipar su retraso. De modo que, molesto y cansado de esperar, me retiré enojado y renuncié a la posibilidad de hacerme auscultar.

Fue, asimismo, al día siguiente, que, molesto como estaba porque no recuperaba la audición, decidí acudir a una clínica de la vecindad, con el objeto de que me hicieran un lavado en los oídos. ¡Craso error!, me tocó en suerte un médico extranjero y joven, muy amable y poseedor de una gran predisposición; pero intuyo, por los resultados, que el caballero nada tenía de médico, pero sí mucho de apurado fogonero o de burdo e inhábil carpintero… Eso es lo que me dijo más tarde, el profesional que consulté tres días después, luego de que no advertía mejoría: “¡Qué pena, querido amigo, pero a usted le han destrozado los oídos!”. Es que, no hay derecho que la gente se meta a hacer cosas para las que no está preparada. ¡Zapatero a tus zapatos!

Lo que vino después fue como conocer el departamento modelo del mismo paraíso. Luego de reconocer los "daños y perjuicios", el facultativo procedió a explicarme el protocolo a seguir, anestesió mis dos lastimados ("lacerados" es el término que utilizó) oídos, y pasados unos minutos, introdujo hasta el fondo de los conductos auditivos lo que parecía ser una diminuta manguera accionada por una formidable maquinilla aspiradora. Enseguida se hizo la luz. Mejor dicho, de pronto se restauró el sonido. De golpe, dejé de sentirme como el sorprendido Gregorio Samsa y pasé a comprender, de súbito, que no era "sordera repentina" lo que había padecido, y que, por fortuna, todavía "hay estirpes que sí tienen una segunda oportunidad sobre la tierra"...

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