29 noviembre 2017

Cien años del Chavito

Eulalia, esa mujer noble y buena que fuera mi madrastra, lo llamaba Chavalillo. Los demás, con la sola excepción de sus hijos, preferían llamarlo como Chavo o Chavito. El sábado anterior, 25 de noviembre, mi padre hubiese cumplido cien años; había nacido en 1917. La verdad es que tal vez no hubiera llegado a tan longeva condición; pues, a pesar de su buen estado de salud, papá vivía convencido que tan solo setenta y cinco años, tres cuartos de siglo, era todo lo que nos tenía reservado el destino. Sabiendo las limitaciones que en salud nos impone el tiempo, no creo que él mismo hubiera querido llegar a cumplir una centuria.

Tampoco llegó a los setenta y cinco. Murió de pronto, una tarde de sábado, consciente de que le había llegado su adiós definitivo. Dios quiso que no tuviera que sufrir una larga agonía. Tan sólo cinco minutos tortuosos y fatídicos fueron necesarios para suspender para siempre esa alegría que había sido su rasgo más característico. Había venido al mundo como Víctor Julio Gustavo. Ese sábado, un callado e insidioso aneurisma cegó su vida una semana antes de que pudiéramos festejar su onomástico quincuagésimo quinto.

Así, cuarenta y cinco años después de su prematuro fallecimiento (se fue un 18 de noviembre), sus hijos (los nueve que quedábamos) habíamos decidido conmemorar ese imposible guarismo, con una fraternal reunión que él la hubiese disfrutado y agradecido. La única dificultad que se presentaba era más bien de carácter logístico: de los ocho hermanos que nos encontrábamos en el país, tres estaban en Cuenca -su lugar de residencia- y los otros cinco nos encontrábamos en Quito. Optamos, así, por una solución digna del espíritu práctico que identificó a mi padre: coincidimos en reunirnos en un lugar que resultase equidistante. Riobamba, ubicada en medio camino, se convirtió así en el punto escogido.

Papá había sido el cuarto de trece hermanos, aunque contaba como el primero de los Vizcaíno Andrade que conocí. Poco, o más bien nada, supe de dos de los tres primeros hijos de mi bondadoso, y ya anciano, abuelo. Este se llamaba, al igual que yo -y como otro de mis hermanos-, con ese mismo nombre que, por coincidencia, había sido también el de mi piadoso abuelo materno. El abuelo había quedado viudo de la mamá de mi padre y un par de años más tarde (y ya con cuatro nuevos hijos), quizá siguiendo el consejo bíblico, había tomado por esposa a quien había sido hermana de su segunda cónyuge. Fue así que, para los cálculos de parentesco de mi padre y de sus hermanos, la tía se había convertido en madrastra; y sus hijos (los de ella) pasaron a convertirse, a la vez, en sus directos primos...

Mi padre también tuvo que atravesar similar circunstancia: habría de enviudar por dos ocasiones seguidas y, a la muerte de mi madre -ya con ocho hijos- tuvo que enfrentar los caprichosos embelecos del destino. Conoció entonces a una mujer azuaya que le dio mis últimos hermanos, sus tres postreros hijos. Su porte habría resultado tan seductor, tan espontánea había sido su natural simpatía, que según comentaban sus flamantes parientes, habían tenido que bajar a la sala de la casa para pellizcarlo, en el secreto propósito de comprobar "si era de a de veras". Y, claro, se toparon con que no les habían mentido!

Ese sábado, el de nuestra propuesta reunión, amaneció totalmente despejado. La vista del nítido perfil de las montañas, enmarcadas en medio de un límpido cielo, era pregón y augurio de un día privilegiado por el buen tiempo. El viaje transcurrió sin contratiempos y la llegada de todos se produjo en forma casi simultánea. Riobamba ya no es ni la ciudad polvorienta, ni la urbe pequeña y recoleta que conocí en mi infancia (es la tierra donde nació mi madre). Existe, en ese día de la semana, una muy activa afluencia rural que acude a realizar una actividad comercial importante. Fue muy grato encontrar su carácter arquitectónico bien atendido y sus monumentos bien preservados. Riobamba es reconocida como "la Sultana de los Andes", y tiene el mérito histórico de haber albergado a la primera constituyente.

La reunión se produjo con la manifestación afectiva que era de esperarse; la misma que hacía homenaje y daba solemnidad a lo que hubiese sido el más íntimo deseo de mi padre, en el día dedicado a su memoria. Al despedirnos al atardecer, en medio de aquella cláusula crepuscular, fue el propio Chimborazo el que nos miraba desde el fondo de un cielo enardecido. El cerro se convirtió entonces en improvisado símbolo tutelar de la memoria de un hombre cuya postergada bendición había reunido a sus reverentes y agradecidos hijos.

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