06 octubre 2023

Antropomorfismos

Yo era entonces muy niño, no tenía más de cinco años y creo que disfrutaba mucho de aquellos paseos en familia. Vivíamos a la sazón en la calle Juan Larrea, en el sector del parque de La Alameda (realmente entre dicho parque y el Colegio Mejía), a pocos pasos de un cine del mismo arbóreo nombre y de una panadería cuyo olor a bollos y hogazas frescas inundaba con su inolvidable olor todo ese sector que fui conociendo como “mi barrio”. La nuestra era una casa gemela, había sido construida con un diseño idéntico a la que se nos avecinaba por el lado norte en la cuadra. Allí viví cuando comencé la escuela, durante las dos veces que me tocó asistir, aunque en años distintos y en diferentes colegios, a primer grado (la primera vez en forma incompleta).

Los paseos más frecuentes en familia los hacíamos al Valle de los Chillos, calculo que esos viajes los efectuábamos en forma mensual. Papá disponía entonces de una camioneta Ford del año 51; esta era de color verde oscuro; su cajón era descubierto (medía quizá dos metros de largo por uno cincuenta de ancho); los guardafangos traseros estaban sobrepuestos, es decir no restaban espacio al cajón; y las capotas del motor –en forma de alas de mariposa– se destapaban lateralmente para facilitar las revisiones de la máquina. Ya éramos ocho hijos en aquel tiempo; no obstante, ese cajón posterior daba cabida suficiente para que la familia viajara completa. Era el mismo vehículo que, un par de años atrás, había sido tomado sin permiso por el primero de mis hermanos en acción tan temeraria como desobediente…

 

Pero, no íbamos a los balnearios; disfrutábamos del paseo, de la condición del campo y de la bondad del clima; almorzábamos en algún restorán y procurábamos volver temprano para evitar no solo el tránsito de regreso sino probablemente la acción sorpresiva de aquellos aguaceros que se desatan en la serranía. Mi memoria no recoge, como recuerdo, ninguno de esos intempestivos chaparrones mientras viajábamos. No puedo olvidar la traviesa referencia de mis hermanos mayores al curioso antropomorfismo del rostro del Mariscal de Ayacucho en uno de los múltiples montes y volcanes que circundaban el valle. Confieso que más de una vez hice esfuerzos por identificar la imagen, mas nunca logré resolver el postergado acertijo.

 

Esos extraños antropomorfismos son más bien frecuentes en la naturaleza; quizá los más comunes sean los que encontramos en las nubes, con su característico desvanecimiento. Pero es también en los árboles y en el perfil de las montañas donde en ocasiones se pueden reflejar cierta extrañas imágenes. Son especialmente figuras que dan la impresión de conformar una silueta humana. En los últimos años, gracias a que resido en el Valle de los Chillos, he procurado poner mayor atención y he logrado finalmente identificar, no solo una sino tres figuras, que puede exhibir el macizo del Pichincha en un día claro y despejado.

 

Hoy sé que la figura a la que hacían referencia mis hermanos –la que llamaban “la cara de Sucre”– estaba constituida por la cumbre norte, que corresponde al volcán Ruco Pichincha. Para interpretar el rostro correctamente es preciso mirar la montaña desde el sur-oriente y reconocer, en la cresta de la derecha, el perfil del rostro con la frente en el lado norte. Hay que recordar que las tres cumbres del Pichincha se alinean de suroccidente a nororiente; vista así la cumbre, la frente queda como más baja que la quijada y hasta pudiera decirse que la cabeza aparenta estar como separada del cuerpo, tal cual si este hubiese sido degollado.

 

Pero hay también una segunda imagen que provoca similar impresión: en este caso se trata de la cumbre central, la del Padre Encantado; en ella una pequeña figura parece reflejar no solo un rostro sino un cuerpo completo. Aquí, de nuevo, la figura tiene similar alineación: la cabeza estaría en el lado norte y las extremidades inferiores en el lado sur. Pero hay todavía una posibilidad adicional: la figura esta vez está alineada con el mismo eje pero orientada con sentido opuesto. Esta imagen produce la impresión de conformar la parte superior de una cabeza incompleta, cuya frente, ojos y nariz parecen delineadas por los deslaves de los taludes y por el perfil de la cumbre suroccidental, la del Guagua Pichincha.

 

Antonio José de Sucre, Mariscal de Ayacucho, fue asesinado en las selvas de Berruecos, en el sur de Colombia. El magnicidio obedeció a una artera conspiración política. La Historia ha recogido diferentes versiones. Sucre murió en circunstancias en que, debido a la precaria salud del Libertador Simón Bolívar, se preparaba para asumir el mando y continuar con su legado.


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