01 marzo 2024

Dignidad humana y justicia

Escribo estas líneas mientras en El Salvador se acude a las urnas. Lo más probable es que se elija a Nayib Bukele para un segundo período consecutivo. Leo en un titular que “volvería a ser reelegido” lo cual es incorrecto, no porque suene redundante sino porque ha sido elegido una sola vez y, de hecho, nunca ha sido reelegido. Su triunfo pudiera tener el carácter de una avalancha; sería tan contundente que pudiera superar el 80% de la intención de voto.

El Salvador tiene una extensión de 21.000 kilómetros cuadrados, doce veces menos que la de Ecuador (es un poco más extenso que Manabí). A pesar de su tamaño, alberga a más de seis millones de habitantes: una tercera parte de la población de nuestro país. Hay en sus cárceles 70.000 PPL (personas privadas de libertad), lo que en Ecuador sería equivalente a tener más de 200.000 detenidos… Como nuestra población carcelaria no es mayor a 40.000 PPL –en proporción–, El Salvador multiplica por cinco nuestro contingente de personas recluidas.

 

Bukele ha asignado a su gestión un claro tinte autoritario. Visto el protagonismo que llegaron a alcanzar las pandillas en su país y dado el clima de inseguridad que venían imponiendo, su principal propósito habría sido terminar ‘del modo que fuera’ con la actividad delictiva que asolaba al país centroamericano. Los culpables iban a ser controlados y castigados (y está bien); sin embargo, el presidente enfrenta cuestionamientos respecto a su estilo de gobierno. Su gestión no se habría sustentado en disposiciones legales y se habrían vulnerado los derechos humanos.

 

Estas pandillas no consistirían en grupos subversivos; para los detractores de Bukele no deberían ser consideradas entidades terroristas. Al igual que sucede en Ecuador, consisten en bandas criminales (que no es poco decir) que cometen asesinatos por un precio pactado (sicariato); extorsionan a comerciantes y particulares (son las llamadas “vacunas”); se involucran en actividades de elaboración, tráfico y comercio de estupefacientes; y se dedican a acciones coordinadas de intimidación y estafa, para lo cual conforman redes delictivas con la finalidad de perjudicar a la gente y de mantener un estado de zozobra, extorsión y abuso. Los seres humanos no podemos vivir enfrentados al riesgo inminente ocasionado por la inseguridad, o expuestos a vivir –en forma permanente– en un clima de angustia y en medio de una tesitura de intranquilidad y desprecio por la vida de las personas, e irrespeto a su propiedad.

 

Con el propósito de cortar de raíz esas actividades y reducir las consecuencias de los actos delictivos, el gobierno de El Salvador se habría visto abocado a adoptar posturas extremas con el objeto de controlar de manera más efectiva el estado de inseguridad que se había instaurado. Es posible que durante la ejecución de ciertas acciones de seguridad, y en aplicación de las medidas que se habrían tenido que implementar, hayan existido no solo excesos sino también abusos. Por todo ello, los familiares de los reclusos y ciertos grupos sociales han venido reclamando por los eventuales atropellos que se pudieron haber cometido. Se habría denunciado que existiría un significativo número de detenidos sin juzgamiento o sin el cumplimiento de las normas procesales pertinentes.

 

No me corresponde tomar partido; estoy convencido de lo innecesarias que, en ocasiones, pueden llegar a ser las medidas arbitrarias. No me suscribo a los métodos extremos que suele propiciar el autoritarismo, tanto más reprochables si afectan a la dignidad de las personas. Pierre-Joseph Proudhon, un pensador francés del siglo XIX, consideraba que la justicia exige el obligado reconocimiento de la dignidad humana en medio de un acuerdo social de mutua reciprocidad. La justicia no debería consistir en la aplicación fría del derecho, ya que este no garantiza la justicia. En contrapartida, no habría justicia –tampoco– sin la orientación moral de la sanción y sin la ineludible acción de reparación en favor de las víctimas; siempre respetando aquello que define al individuo, y sin atención a si es el acusado o el perseguido: el reconocimiento de su propia dignidad.

 

Nada excusaría a ningún gobierno si incumple con el trámite debido o si mantiene a persona alguna privada de libertad, sin atender el proceso correspondiente y, menos aún, sin juicio previo. La democracia, la auténtica democracia, no puede sino estar al servicio de la felicidad del hombre, y no lo puede convertir en instrumento, con la excusa de fortalecerla. Cualquier método de gobierno debe ser un medio para la búsqueda del bienestar humano, jamás puede justificarse como un mero pretexto ni tampoco convertirse en un fin en sí mismo.


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario