13 agosto 2024

Del arcón de la memoria

Fui al “Condado” uno de estos viernes a jugar al golf. Me había invitado un sobrino: quería “presentarme a alguien que me quería conocer”. Ya no juego con la frecuencia que lo hacía antes; tampoco mantengo una membresía: “la vida se fue cruzando en el camino”… Ahí, en el bar, en el “Hoyo 19”, el viernes es un día especial, ahí me encuentro con viejos compañeros de juego. Ellos no saben que no soy socio (nunca lo fui); es que, como un día me dijo uno de ellos: “bueno, nadie es perfecto”… Allá vamos, una vez terminado el juego, y nos tomamos un par de tragos mientras conciliamos las apuestas o asumimos nuestra ocasional ineptitud; así olvidamos los malos tiros y celebramos con humilde asombro si algo tuvo de memorable…

 

Y ahí estaba él, que es ex presidente del club e hijo de un viejo amigo; y, además, sobrino de ese gran instructor que tuve alguna vez: un hombre encorvado, circunspecto y noble que en 1970 se convirtió no solo en mi irremplazable mentor sino en mi personaje inolvidable… Hablar con Santiago Arias es recordar a su tío Galo, y a toda esa familia de aviadores que tanto aportaron para el desarrollo de la aviación comercial ecuatoriana. Ahí, en ese bar, y sin que todavía siquiera hubiésemos saludado, me susurró: “te voy a pasar una foto que te va a encantar”… En ella constaban los cinco hermanos Arias Guerra (cuatro de ellos pilotos) y ese primo que habría tripulado el DC-3 de ÁREA que se accidentó en el 58 en Chugchilán.

 

Era realmente un inapreciable recuerdo. Habían tomado la fotografía en lo que parecía un cóctel en el que se festejaba alguna efeméride. A la izquierda y algo separado, como para no alterar la intención de la eventual memoria, se ubicaba el joven primo. Luego seguían: Jorge –que fuera propietario de CADASA y el único que no se hizo piloto–; Gerardo, padre de Santiago; Pedro; Luis –el mayor de todos e iniciador de ÁREA–; Agustín, siempre el mejor trajeado y elegante; y, Galo, el maestro que, sin que mediara mérito de mi parte, me regaló por todo un año el destino… A todos pude conocer, con excepción de Pedro. Era un recuerdo excepcional, uno que bien pudiera adornar un álbum de gratas memorias de la aviación ecuatoriana.

 

Yo había vuelto de EE UU en marzo del 70, luego de terminar mi adiestramiento de vuelo. Enseguida me correspondió volar con ese aviador, sereno como un cirujano y pausado como un filósofo, que habría de convertirse en mi instructor y ángel tutelar. Había solo dos aviones en TAO: el HC-ALC (09) y el HC-AMT (011); y había tres capitanes y tres copilotos. Me tocó en suerte hacer tándem con Galo y, solo ocasionalmente, con el “Cacique” (como llamaban mis colegas, en voz baja, a mi tío Gonzalo). Los vuelos nos llevaban desde Pastaza a Macas y Sucúa (vuelos regulares con pasajeros y, a veces, con carne recién faenada); o también a Villano, Coca y Curaray (vuelos contratados, al servicio de las petroleras).

 

Se presentaban, de vez en cuando, otros “vuelos especiales”. Estos, casi siempre los efectuaba Gonzalo, por su relación con las distintas comunidades y por su conocimiento del Oriente. Destacaban entre esos destinos: Arajuno, Putumayo, Tiputini y Nuevo Rocafuerte: pistas cortas de hierba en las que no se podía operar si estaban mojadas. Se hacía un estrecho seguimiento a través de la radio para confirmar su estado y operatividad; o, si estaban húmedas, para calcular el tiempo requerido en horas de sol… los viajes a los tres últimos destinos eran considerados “vuelos largos” (duraban alrededor de una hora). Un decrépito mapa, publicado por el IGM, en el que habíamos marcado las diversas rutas –con rumbos, puntos de chequeo y distancias– nos habría de servir de talismán y como referencia… A los copilotos se nos asignaba la puntillosa tarea de reforzar con cinta adhesiva los dobleces de esa rudimentaria “carta aeronáutica”.

 

Fue en mi primer vuelo a Tiputini que aprendí a ubicar un río sinuoso que serpenteaba, en medio de la selva, a lo largo del último tercio de la ruta. Me decían que era importante divisar su brilloso derrotero y asegurarse de mantenerlo a estribor para evitar la deriva a barlovento hacia el lado peruano. Nacía unas 30 millas al E-NE de Curaray, y algo al norte del río Cononaco (dentro de la actual provincia de Orellana), tenía un cauce inicial con sentido sur-norte: era el elusivo Yasuní... Con el tiempo bautizarían con esa misma identidad a toda una reserva de biósfera en el Oriente y, asimismo, al parque nacional que hoy lleva su nombre. Sería ahí, durante el gobierno de Jamil Mahuad, que se establecería una ”zona intangible” en su parte meridional. Pero pocos saben dónde mismo quedan el río y el tan mentado Parque Nacional Yasuní.



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