Hace doce años escribí un artículo que intitulé La algazara inolvidable. Habían “reelegido” a Hugo Chávez pero algo había de impostado en la celebración. Yo todavía vivía en el Asia, pero algo me decía que esa “victoria” algo tenía de mojiganga. Hoy la derrota de Maduro ha sido tan contundente que ni siquiera hubo tiempo para la mascarada: su prolongado silencio denunció la triquiñuela. Hoy ya nadie sospecha: la duda se ha convertido en certeza… El chavismo ha mostrado su rostro real: el de la impudicia y la desvergüenza. Siento otra vez un furor impetuoso en mi sangre: es mi repudio ante la torpe argucia y la patraña.
Si –de todos modos– este iba a ser el desenlace ¿para qué entonces la engañifa, para qué tanta tramoya? Me duele por Venezuela, un hermoso país que aprendí a querer cuando muchacho. Me duele por su gente. Pero… frente al cinismo: ¡hay que echarle coraje y dignidad! Solo entonces cobrará vida la letra de ese himno que aprendí a respetar: ¡Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó, la ley respetando, la virtud y honor!
La
algazara inolvidable (reedición)
Se ha asomado al balcón para celebrar su reciente apoteosis. Abajo forcejea la bulliciosa multitud portando sus banderines y pancartas. Él ha optado por vestir su acostumbrado traje de fantoche; para retribuir con sus artificiosos adulos la estentórea lisonja que le ofrecen sus enardecidos seguidores. Es el epílogo de una incierta e indescifrable jornada, y él ha querido compartir con el populacho su esperada victoria. Bulle el paroxismo producido por la emocionada presencia de la masa; brota el ambiguo sentimentalismo con que se expresa la congregada muchedumbre. Entonces, desde la balaustrada, el caudillo ofrece la parsimonia de su histriónico discurso, saturado de viejos eslóganes y carente de substancia.
Hay algo de montaje en el entorno; es como si se tratase de una ensayada escena,
como si todo aquel bullicio encarnara la parodia de algo impúdico y forzado. Se
percibe el cariz vicario que tiene la impostura; así el líder utiliza un
paradójico mensaje que convoca a la unidad a través de propiciar el
enfrentamiento… Hay en ello una apelación a fermentados y no satisfechos
sentimientos; una porfiada intención por aturdir a los asistentes, instigando
sus pasiones, atizando sus odios y escondidos resentimientos… Sobreviene luego
el halago proferido a la chusma; surge la barata lisonja que enardece a los
presentes que se dejan persuadir por el influjo de aquella ironía carismática,
por el raro magnetismo del mesiánico mensaje, por la confusa promesa que
encierran esos entreverados conceptos.
Prepondera algo irreverente y ceremonioso en esa confusa procesión; es como si
se tratase de un desordenado aquelarre; como si fuese una celebración
narcótica, con propósitos indecibles, irresponsables y obscenos. Intuye el
charlatán que se aprovecha del candor del populacho; que su voz cautiva, pero
que también embauca; que su verbo esclaviza, y que jamás libera; y que con su
intransigente perorata no promueve aspiraciones realizables sino absurdos
convencimientos. Mas… esa es la liturgia que se aprovecha de la ingenuidad, la
ceremonia ritual de quienes han venido a escuchar a su redentor, a participar
del sacramento que les liberará de su trabajo, y que les hará soñar a cambio de
que ofrenden sus aplausos.
Ahí están esos brazos que se agitan y esa voz que vocifera; aunque, en medio de
todo aquel murmullo, no aparezcan las ideas. Hay una virulenta verborrea que
agrede y que infecta, que desprende con impudor la cicatrizada costra de viejas
heridas, que exhorta al odio, que quiere estimular una embriaguez que ha sido
apurada por rastreras emociones. Entonces, algo subyacente se desnuda; es algo
teatral, que aunque cursi, produce un intencional efecto. Surgen los manoseados
símbolos que la estrategia electoral ha usurpado; son los emblemas sustraídos
para medrar de la emoción, como si se tratasen de infalibles amuletos.
El demagogo no ha parado de perorar, está insuflado de una sensación de
inmortalidad; no cesa de arengar con su rústica homilía de capataz y corifeo.
Su voz cadenciosa empalaga con su adulo, es como una hiedra que se aferra a la
roca de la ignorancia. Porque su estilo, como cáncer que corrompe, abusa de la
ingenua rusticidad para prolongar la agonía del enfermo. No percibe, el adalid,
que con sus palabras insulta a quienes pretende redimir; y que, con sus
vacías frases, injuria con insolencia a la dignidad, la razón y el intelecto…
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