16 agosto 2024

Una cuestión de acentos… (1)

O de tildes debería, más bien, decir; y eso creo que pasa cuando los que aprenden reciben una información inexacta, parcializada o incompleta, o cuando –aquello que aprenden o creen que ya saben– no lo verifican o contrastan con oportunidad… De resultas, cuando se expresan, pronto nos damos cuenta de sus falencias y terminamos por tratarlos con desconfianza; pues, aquello de lo que creen saber tanto, no nos lo saben transmitir ni tampoco explicar…

Valga lo anterior como mera digresión. Hoy quiero comentarles de uno de esos paseos, o visitas a lugares interesantes, que de tarde en tarde suelo efectuar con mis primos maternos. Quien corre con la organización, si no con el entusiasta liderazgo, es un primo un par de años menor que según parece heredó el entusiasmo itinerante de su padre. Se llama Jorge y –según parece– fue beneficiario de su tocayo padre a la hora de heredar la pasión por los paseos o las excursiones. Él mismo, y por propia cuenta, se ha ido encargando de convertir al grupo de los primos Moncayo en una irredenta cofradía, una de condición afanosa y trashumante…

 

Su última iniciativa consistió en una visita al secular convento de San Diego, ubicado junto al cementerio de idéntico nombre. Ese mismo sector (hoy transformado por la construcción de los túneles que son parte de la Ave. Occidental), es un lugar irreconocible; muy diferente al paisaje que con tanta asiduidad visité mientras fui y empecé a dejar de ser niño (entre mis 6 y 16 años), porque fue en ese cementerio donde estuvo enterrada mi madre, y a donde acudía a visitarla, tantas y tantas tardes de sábado, procurando compañía a mi siempre acongojada, y nunca resignada, abuela Carlota. Pero… cosa curiosa, jamás se nos ocurrió visitar el convento, y ni siquiera la diminuta iglesia. Debe habernos parecido que aquel lugar tenía algo de proscrito, a pesar de que los atareados frailes entraban y salían a su antojo...

 

Así que fui a visitar el convento por primera vez. Ya no tuve que hacerlo en los desvencijados buses “especiales” de las recordadas líneas “Ermita-Las Casas”, “San Juan–Puente del Señor”, “San Diego-Batán” o “Dorado–Placer”, ¡no! Esta vez pude utilizar el viaducto que recorre, desde El Censo, por debajo de la Ave. 24 de Mayo (alguna vez, Quebrada de los Gallinazos) y que concluye luego de pasar por debajo de la antes mencionada vía Occidental. Mi error fue no tomar en cuenta que, siendo sábado, el tránsito a través del mercado aledaño a San Diego estaría totalmente obstaculizado; no porque hubiera debido tomar una ruta alterna, sino para que procurara salir, desde San Rafael, un poco más temprano. Pero valió la pena: por la algarabía y la “paciente” espera…

 

Al final, llegamos 10 minutos tarde, pero no nos perdimos nada (hablo en plural porque había servido de lazarillo para alguien que me seguía a corta distancia). Nos incorporamos al grupo (éramos unas 25 personas) justo cuando colectaban el importe de entrada. Entonces pude identificar a quien haría de guía en la visita. Algo en él había de impostado, de “sabelotodo”, quizá era ese “no-se-qué” que parecen exudar los frustrados seminaristas… Al presentarse dijo su nombre, preguntó si sabíamos el significado del término “recoleta”, y entonces nos explicó del porqué del nombre, del de San Diego. El nombre, dijo, hacía tributo a un compañero del fundador de la Orden, San Francisco de Asís. Ahí fue que lo dijo: Diego de Alcala; así, acentuando la segunda “a”.

 

Como podrán imaginarse, jamás había oído del tal Alcala. Ahí mismo, en medio del inclinado acceso, me hice mi primera promesa: volver pronto a casa para consultar de quién realmente se trataba y cuáles habían sido sus supuestos méritos. Sí, ¡materia pendiente! En cuanto al significado de recoleta, asumí el reto y expliqué que –como quiteño– nunca había oído hablar de una Recoleta de San Diego, que la única que conocía era la ubicada cerca de El Sena, frente al Ministerio de Defensa: sector donde habían vivido mis abuelos paternos, y sugerí que quizá tenía que ver con el sentido del vocablo: algo alejado o retirado. Que estaba “casi” en lo cierto, me respondió el guía, dándonos a entender que como los franciscanos eran pobres y mendicantes, la voz tenía que ver con el recogimiento espiritual de los frailes y con la recolección (y distribución) de alimentos (?).

 

Tan pronto como cruzamos la oficina de tesorería y accedimos al patio principal del convento, se nos dio explicación de la diferencia entre convento y monasterio (que los conventos eran para los curas y los monasterios para las monjas, dijo); fue, entonces, cuando me propuse poner más atención a lo que nos diría; y ya, en plan muy vizcaíno (testarudo), extendí con algo de disimulo mis porfiadas antenas y me anticipé a las otras curiosas “novedades” que vendrían…


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