09 agosto 2024

Derechos y animales “no humanos”

Hay algo de incongruente y anacrónico, si no de inauténtico y ridículo, en todo esto que se ha ido poniendo de moda: los repentinos “derechos de los animales no humanos”. Realmente, suena a oscuro eufemismo; ¿por qué no decir simplemente “animales no racionales”?...

Desde la escuela (entidad a la que, según parece, algunos no han ido) aprendimos de la clasificación de los seres naturales, o de su división en distintos “reinos”: animal, vegetal y mineral. Reconocimos que había los llamados animales domésticos, aquellos que el hombre había adaptado para que vivieran en su entorno (en casas, granjas o establos) y le sirvieran de compañía, alimento o medio de transporte. Los maestros nos enseñaron, para ponerlo simple, que lo que veíamos se clasificaba en personas, animales o cosas; había cosas que eran también “seres vivos” (un árbol lo es) y otras que eran “objetos inertes”. Pero eso de estar vivo era más bien una propiedad del “ser”; decir “ser vivo”, era ya una innecesaria redundancia.

 

Dicho esto, ¿dónde queda el hombre? El homo sapiens es un primate y, como tal, es parte del reino animal. Pero –claro– sus características intrínsecas nos obligan a situarlo en otro nivel. El hombre emplea la razón, inventa, habla, recuerda, aprende, discurre con un alto grado de lógica y complejidad; ríe y siente, es consciente de ser mortal, tiene ideas y creencias, actúa con libertad y sentido de responsabilidad; se agrupa y desarrolla en sociedad siguiendo unas normas; actúa sobre la base de valores y principios. Creo que fue Carlos de Linneo, un científico sueco (naturalista, botánico, zoólogo y médico), el primero en idear una taxonomía o clasificación de los seres vivos; agrupó los géneros en familias, las familias en clases, las clases en tipos, y los tipos en reinos. Y Linneo pensaba que tal vez los animales tenían alma…

 

Sin entrar en consideraciones religiosas, coincidiremos en que el hombre es “un animal con alma”; es decir, es un animal con sentido moral, con conciencia del bien y del mal (todo ello es lo que llamamos ética, principio moral, sentido social, responsabilidad). Lo anterior apunta a un sentido de dignidad del ser humano; todo ello, y no solo su desarrollo cerebral, hacen que el hombre sea sujeto de derechos inalienables: derecho a la libertad, a su desarrollo personal, a la propiedad, a buscar el bienestar o a escoger los medios para proteger su vida y la de sus seres queridos, a buscar su propia felicidad. Este reconocimiento hizo que hace tan solo un cuarto de milenio se reconozcan los derechos del hombre y del ciudadano.

 

Pero sucede que hoy vivimos una suerte de “nuevo renacimiento”. Nos llenamos la boca hablando de derechos. Hay derechos para todo y para todos… En lo personal, no me gusta hablar de “derechos de los animales” (no se diga de animales no humanos”), sino más bien de obligaciones humanas o, al menos, de ciertas normas que debemos cumplir para satisfacer la crianza, explotación, cuidados particulares y tratamiento de los animales; particularmente, de los que más nos preocupan: los animales domésticos.

 

Aquí bien vale reflexionar en un concepto filosófico-jurídico: y es que el derecho es siempre un camino de dos vías, uno que incorpora también obligaciones. Un derecho es, además y como entelequia, algo que puede ser reclamado por alguien, o a nombre de alguien. Por otra parte, debemos actuar con cuidado: no se debe confundir derecho con privilegio: este, como lo define el diccionario, es la “exención de una obligación o ventaja de la que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia”.

 

Debemos tratar con respeto a los animales no porque tengan derechos, sino porque si somos los “amos de la naturaleza”, tenemos el deber moral de velar por su bienestar y tratarlos con gentileza y respeto, evitando tratamientos o sacrificios crueles y sangrientos. El maltrato es incompatible con la dignidad de los seres vivos en un mundo civilizado; de ahí que lo realmente importante sea evitar que los animales tengan un deceso violento, con sufrimiento o ansiedad; y que reciban un trato ausente de piedad. Todo lo demás es mera demagogia, palabrería fatua e innecesaria; esfuerzo improductivo, absurdo e impracticable.

 

Si vamos a preocuparnos por el trato a los animales, empecemos por interesarnos en mejorar la situación del ser humano, por mejorar la vida del hombre. Entendamos que, más que un código de derechos animales, necesitamos un catálogo de normas para su debido tratamiento. Esto parecen no haberlo entendido unos pocos legisladores de ocasión, unos letrados incapaces e ineptos, unos chupatintas “no cultivados”.


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