08 diciembre 2011

Con una mano en el corazón

La circunstancia de que destruíamos el calzado y que nuestros pantalones “de calle” regresaban siempre de la escuela con un recurrente orificio a la altura de la rodilla, asunto que a nuestra abuela le habría llevado a renunciar en forma definitiva de sus labores de “zurcido invisible”, nos impidió por largo trecho que pudiéramos dedicarnos como era debido al entretenido deporte de “patear la pelota”. En casa se nos tenía proscritos a quedarnos en el colegio en horas extracurriculares, por tal motivo. Así, nuestros esfuerzos por “igualarnos” en las técnicas que debían aprenderse y dominarse, se vieron limitados a los recreos de la mañana y a una cláusula que se cumplía antes de la campanada de la tarde.

La jornada única solo habría de establecerse más tarde. Por ello, fue únicamente en esos intermedios cuando pudimos practicar el fútbol; primero lo hicimos en una cancha de ladrillo que ocupaba el patio inferior, perteneciente a la primaria; posteriormente, y luego de un incendio inolvidable producido en una de las máquinas encargadas de preparar el asfalto, esa misma cancha pasó a ser un poco más regular, pero su superficie siguió siendo dura y, por lo mismo, nunca fue adecuada para la práctica del deporte más popular que existía en el mundo.

Ciertas preferencias escolares tampoco favorecían la práctica de ese deporte. Así, las canchas de secundaria estaban sembradas de obstáculos por todas partes, pues existían postes por doquier, postes en el medio mismo de la cancha. Se debía a que sí algo existía en La Salle, en demasía y por todas partes, eran canchas y más canchas del único juego favorecido que había en el colegio; uno que requería de unos balones y unos zapatos que eran más costosos para su práctica: el menos popular en el mundo, aunque más intenso: el basquetbol.

No bien sonaba la campanada que anunciaba el recreo, el tropel estudiantil se lanzaba hacia el patio para disputar la posesión de la cancha, siempre al grito del curso que habría abandonado con más presteza su aula. La bola no tardaba en colocarse en el medio de la cancha, una vez aceptado el reto provocado por el cántico ritual de “Segundo A, Segundo B”. Jugábamos entonces un cuarto de hora a muerte, cuando no era extraño que otros cursos también quisieran tomar partido – eran los “refuerzos” de los cursos superiores – y cuando no era raro que en el calor del juego se adhirieran, y también participaran, los docentes; sin importar, en algunos casos, si los enfervorizados estarían vistiendo una larga y oscura sotana que les impedía desplazarse con agilidad!

Fui por esos años infaltable goleador en los recreos. Era hincha de un equipo llamado España; lo había visto entrenar una tarde de sábado en el estadio de El Ejido y pronto me identifiqué con los colores de su distintivo. Por lástima, el equipo tuvo un par de malas temporadas seguidas; entonces, optaron por cambiarle de nombre y, para colmo, el equipo que siempre le ganaba se había convertido ya en el favorito de mis condiscípulos. Éste, tenía un uniforme muy fácil de emular, pues era idéntico al que usábamos para una asignatura llamada por entonces gimnasia y que luego pasó a ser conocida como educación física.

Para cuando el España había pasado a jugar en la categoría del olvido, la Liga ya había obtenido el campeonato interandino por dos ocasiones consecutivas. Por ello, Liga Deportiva Universitaria, era casi siempre el equipo escogido por AFNA, para enfrentar a los famosos equipos brasileños que venían de exhibición y de visita. Claro que Liga nunca les ganaba, pero perdía con un marcador que se fue convirtiendo en clásico de puro repetitivo: 6-0. Así, todos parecían salir contentos del estadio: los parciales de Liga porque su equipo había representado a la provincia; y los entremetidos hinchas del Quito y del Aucas porque alguien más había derrotado por fin a su equipo enemigo…

Fue en esas recordadas y frecuentes goleadas que recibió el equipo de mis nuevos amores, que el estribillo pasó a hacérseme familiar. Eran tiempos en que casi nadie apoyaba con cánticos permanentes. Los gritos ocasionales de estímulo eran propiciados por un “chocolatinero” fantoche, que trataba de imitar con su vestimenta al popular “Cantinflas”; él se metía entre los asistentes para ofrecer sus colaciones y “bombolinas”; y, a la proclama de un ronco “por la Liga” incitaba el contagio de la barra de los adictos al equipo. Pronto, la tímida proclama empezaba a escucharse, hasta que poco a poco era coreada por los demás adherentes: Ele i, Li; ge y a, ga. Li, li, li; ga, ga, ga. Liga Deportiva Universitaria!!!

Pero fue en el estadio “Atahualpa”, que fuera inaugurado el domingo siguiente al día mismo de mi bautismo, que Liga habría de consolidar el apoyo de una base cada vez más importante y numerosa de partidarios. A la sazón, ya se le conocía al equipo merengue como “la bordadora”. Es difícil olvidar el nombre de muchos jugadores que se destacaron en sus filas, como los extranjeros Roberto Ortega, Tano Bertocchi, Héctor Abadie y Oscar Zubía; o también de una pléyade de hábiles jugadores nacionales, muchos de los cuales se habrían de convertir en mis buenos amigos. Algunos integrarían la selección nacional; como Tito Larrea, Polo Carrera, los hermanos Mario y Eduardo Zambrano, y Enrique Portilla.

Pasados los años, Liga habría de conquistar varios campeonatos nacionales. La institución habría de construir su propio estadio y habría de alcanzar, en menos de dos años, nada menos que cuatro títulos continentales. El equipo de blanco, conocido como “los albos” o “los azucenas”, habría de representar con éxito, y como ningún otro, la superación del fútbol ecuatoriano. Desde entonces, una multitud de aficionados llevan su mano al mismo lugar donde se ubica su gloriosa insignia; y al cubrir ese símbolo con afecto, con pasión y con orgullo, cobijan la divisa del equipo que se fue convirtiendo en parte de sus gloriosas gestas deportivas, y también de su propio y agradecido corazón.

Quito, 8 de diciembre de 2011
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