03 diciembre 2011

Vvvaquitooooo!

Estoy ya de vuelta al Ecuador. Mi regreso ha constituido, una vez más, parte de esto que se fue convirtiendo en un largo exilio que ha durado ya dieciséis años. Las circunstancias y los indicios parecen presagiar que éste ha de ser el regreso definitivo. Volver desde el otro hemisferio; especialmente si el viaje se lo realiza a través del Océano Pacífico, se convierte en un periplo largo, que con frecuencia se convierte también en un trámite tedioso e interminable.

Quienes desde afuera observan estos desplazamientos tienen la impresión de que, a la larga, uno terminaría por acostumbrarse; pero la verdad es que estos agotadores viajes erosionan el ánimo y debilitan las energías, inclusive si quien se desplaza acude a la previsión de efectuarlo en dos jornadas. El perverso efecto del cambio de hora se convierte en inevitable; asunto que, para quienes venimos a la “muy noble y muy leal ciudad de San Francisco de Quito”, se amplifica con las secuelas de la altura. Quito está ubicada en un valle situado a casi tres mil metros sobre el nivel del mar. Y esto, aun para quienes estamos acostumbrados, marca una diferencia en lo relativo al factor de adaptación, que resulta muy apreciable.

Los cruces del Pacífico son siempre agotadores. Los he venido realizando como parte de mi actividad profesional; y además, como elemento integrante de mis desplazamientos desde mi hogar hacia las distintas bases de operación en los diferentes compromisos profesionales en que me involucrado. En esta reciente ocasión, el viaje lo he efectuado desde Australia. En términos de la duración del vuelo, es decir en el tiempo desde su procedencia hasta su destino, antes ya había efectuado vuelos similares - trece horas -, por ejemplo, desde Shangai en vuelos directos hasta Chicago; sin embargo, ésta ha sido la primera vez que el vuelo ha transcurrido íntegramente sobre el océano, pues el mismo se ha iniciado en Sydney, ha sobrevolado Hawai y ha concluido en Los Ángeles.

Habiendo finalizado ya mi último contrato de trabajo, y eventualmente accedido a mi retiro profesional (no tengo todavía nuevos planes por el momento), he optado por ejercitar una breve cláusula sabática antes de programar cualquier nueva actividad. Si bien llega un momento en la vida de los hombres cuando resultan importantes el ocio y el descanso, porque éstos se convierten en una compensación saludable y necesaria, es previsible advertir una realidad: la de que los seres humanos no podemos vivir en un estado de inactividad. La vida tiene que estar siempre aderezada por nuevos proyectos y nuevas realizaciones.

De vuelta al comentario del viaje de regreso: observo que ya en el embarque del tramo final, el viajero empieza a experimentar una serie de familiares impresiones. Resulta inevitable introducirse e involucrarse en un curioso proceso de adaptación cuyas características, aunque intangibles y sutiles, no pueden dejar de apreciarse. Ya desde el momento mismo de compartir la sala de espera en el terminal aéreo, se puede escuchar esa forma de hablar que nos es familiar, con una gama de giros cuyo desuso casi nos haya hecho olvidarlos.

Términos como “capaz” que en la tierra se utiliza en lugar de talvez o quizás; o “de una” para significar la inmediatez de una determinada acción, nos sirven como parte de una suerte de sistema subliminal; de un intrincado conjunto de símbolos que trascienden la conciencia y que nos ayudan a identificarnos. Además, hay algo en la actitud indirecta del quiteño, en su reticencia al contacto novedoso y su recelo característico para propiciar la comunicación que, más allá de la realidad que crea la distancia con el destino, nos hace persuadir que parece que ya estamos cerca de nuestro objetivo, que ya vamos llegando…

Volver a Quito en diciembre llena al viajero de un sinnúmero de distorsionadas impresiones. Quito es una ciudad cuya estructura geológica le ha obligado a un crecimiento de corte longitudinal; la ciudad está ubicada en medio de un valle alargado y angosto. Quito es una ciudad caótica en términos de tránsito vehicular; circunstancia que parecería constituir una especie de círculo vicioso: la ciudad creció en forma longitudinal también como consecuencia de la carencia de medios adecuados de transportación, y esa transportación fue adquiriendo esos atributos debido a las restricciones físicas que le ha impuesto la urbe.

Porque diciembre es un mes especial para los quiteños. Y, a los preparativos correspondientes a la Navidad, se suman las actividades del onomástico de la urbe. Los primeros días de diciembre corresponden a las fiestas de la ciudad; representan la celebración tradicional de la fundación española de una metrópoli que, por algo más de un cuarto de siglo, no ha logrado identificar todavía soluciones adecuadas para sus problemas principales. A la falta de recursos adecuados y de un sentido esencial de planificación, se ha ido sumando la incapacidad para “importar” nuevas ideas, como aquellas que han ayudado a solventar similar problemática en otras latitudes y, sobre todo, para “imaginar” la ciudad que sus conciudadanos quieren para el futuro.

Estos son días de corridas de toros y de celebraciones callejeras. Un estentóreo grito de “Viva Quito” se va escuchando por doquier, aunque el extranjero crea percibir, y quizás interprete más bien, ese ronco y repetitivo “Vvvaquitooooo” como la proclama que surge de esas recurrentes y cansinas provocaciones…

Quito, 3 de diciembre de 2011
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