25 diciembre 2011

Epifanías

Hay ciudades que tienen sus escondidos y callados secretos. Tan callados y escondidos, que trascienden el conocimiento y la atención de sus propios habitantes. En el caso de Quito, la urbe esconde, detrás de sus cerros sudoccidentales, un diminuto valle que la mayoría de sus propios habitantes desconocen que siquiera existe. El motivo para tal desdén y falta de aprecio resulta incomprensible, no solo por la belleza primorosa del paraje, sino también por su fácil e insólito acceso. Un camino de muy buen cuidado asfalto conduce a la población que lo apellida, a la vez que sirve de favorecido balcón para disfrutar de un paisaje de inesperados contrastes e insospechadas vistas de privilegio.

Escuché su nombre por primera vez en mis años de tercer grado de escuela, cuando recibíamos una asignatura que precedió a la de geografía y que se llamaba Lugar Natal. Ahí, mientras aprendíamos los nombres de nuestras calles, descubríamos también la nomenclatura de las parroquias urbanas y rurales; aprendíamos a identificar nuestros más destacados monumentos; y, desde entonces, íbamos reconociendo los principales referentes de esa misma ciudad que había visto nacer a mis propios compañeros.

Así, mientras descubríamos en qué consistían nuestros lugares más típicos y tradicionales, como: El Arco de la Reina, la Esquina de la Guaragua o la Mama Cuchara; las Cuestas del Suspiro o de los Agachados; las Subidas al Placer o al Beaterio; la quebrada de Manosalvas, las Cuatro Esquinas o el Calé de Queso… fuimos conociendo que habían, muy cerca de la ciudad, otros lugares, no por más humildes menos ignotos, como Zámbiza, Yaruquí, Nanegal o Puéllaro…

Por ello, mientras jugaba a cotejar los nuevos nombres de las viejas calzadas, como las antaño llamadas de la Amargura, de las Escribanías o del Correo; mientras trataba de ubicar a la del Mesón, a la de las Siete Cruces o a la del Chorro de Santa Catalina, me prometía que algún día habría de darme tiempo para visitar y conocer todas esas parroquias de nombres sugestivos que me habían dicho que existían. Capturaban mi atención aquellas poblaciones de nombres abreviados que empezaban con “elle”. Algo ya me decía que tardaría en descubrir las villas de Llano Chico y de Llano Grande; y que sería Lloa, aquel pueblito de nombre simple, el que habría de esquivarme con su celo recoleto.

Dos o tres años atrás, en un claro día de verano, subí por primera vez al nuevo mirador, hasta donde llega el recién instalado teleférico. Desde ese inigualable atalaya pude apreciar el despliegue impresionante de la Avenida de los Volcanes. En la generosa transparencia de la mañana podían admirarse los inmemoriales cerros. Junto al manto desparramado de la urbe, y recostado hacia el poniente, podía descubrirse el apéndice de un insospechado valle, que al principio no pude reconocer. Tratábase de Lloa, la cañada del mismo poblado que correspondía a aquella vieja promesa que había quedado incumplida y postergada.

Lo más sorprendente de la ubicación de este rincón secreto es su contradictoria e incomprensible cercanía - menos de diez kilómetros -. Si el viajero se encuentra en uno de los barrios ya considerados como parte del sur de Quito, bien podría decirse que se puede llegar hasta allá por los propios medios. El atractivo y vistoso valle se encuentra unido a la capital por una vía amplia y asfaltada que se halla en perfecto estado de mantenimiento. La gradiente es moderada, el recorrido no es lo sinuoso que se temería y los paisajes, que poco a poco se descubren, van obligando a detener la marcha para disfrutar, desde variados rincones, la portentosa visión de estas perspectivas admirables e inéditas.

El visitante es con frecuencia informado del recorrido que dista para llegar a la cima de la garganta, sitio conocido con el nombre aborigen de Huairapungo. Allí, a más de la vista extraordinaria de los nevados y de la parte sur de la ciudad, lo que más sorprende es el contraste entre el intenso verdor del valle que asoma de improviso y la furia que va quedando atrás, con su rompecabezas de cemento. Hacia levante queda el ruido sordo y desordenado de la ciudad, con sus bocinas y griteríos; hacia occidente, la paz del valle y la serenidad del paraje se mimetizan con el silencio. En medio de este mágico contraste, asoma sorpresivamente el volcán imponente e imperturbable, erguido como centinela y como dios tutelar, para ofrecer al forastero el certificado descubridor de la epifanía de su secreto.

Muchas veces escuché el no confirmado rumor de que en esta hondonada se habrían escondido los fabulosos tesoros de los incas. Es probable que la tarea, y aun el pretendido tesoro, solo sean parte de ese otro maravilloso caudal que es el conformado por el mito, la fantasía y el relato quimérico. Lo que no puede dejarse de reflexionar es en que, si los incas hubiesen optado por construir, en esta zona, un lugar con las características de Machu Picchu, hubieran encontrado en Lloa una apropiada alternativa para construir tan sorprendente monumento.

En cuanto al pueblito austero… éste consiste sólo en una diminuta villa limitada en sus espacios. A su pintoresco y tranquilo entorno se adhiere la actitud de su respetuoso poblador, que jamás abandona su gesto cordial y risueño. El discreto poblado representa un broche para este paisaje bucólico y conmovedor, que el afortunado explorador se niega a mantener como si solo fuera un callado secreto.

Quito, 25 de diciembre de 2011
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